Este es mi breve comentario a la encíclica del Santo Padre Spe salvi (publicado en la hoja diocesana Iglesia en León del mes de enero):
Benedicto XVI ha querido que la segunda encíclica de su pontificado, Spe salvi (En esperanza fuimos salvados), viera la luz precisamente cuando la Iglesia universal celebra el tiempo litúrgico del Adviento. Estas cuatro semanas no son únicamente una “antesala” de la Navidad. Nos resituan en un contexto de espera vigilante; al hacer memoria de la venida humilde, “en carne”, del Hijo de Dios, tomamos conciencia de que, aún hoy, seguimos esperando su retorno, esta vez “en gloria”.
Pero, como afirma el Papa, “para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible.” (nº 3).
Debemos preguntarnos sinceramente: ¿esperamos aún algo?, ¿tiene sentido hoy esperar?, ¿la esperanza cristiana aporta algo a nuestro vivir cotidiano que, tantas veces, transcurre entre la rutina y el desaliento? Y, si esperamos aún, “¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella?” (nº 1). Es innegable que la sociedad del siglo XXI, de un modo particular Occidente, sufre de “un oscurecimiento de la esperanza” (Ecclesia in Europa). Basta con escuchar el pálpito de la calle para darse cuenta de ello. Hoy nos conformamos con “ir tirando”, con vivir el día a día. Perseguir grandes ideales, además de trasnochado, supone exponerse al fracaso, a la frustración ante lo irrealizable.
Las luchas por el “reino de la razón y la libertad”, por el “reino del progreso científico” y por el “reino de la justicia social”, a las que en otros tiempos se entregaron los hombres, se han revelado como esfuerzos de ilusos. La búsqueda de un “reino de Dios” hecho por el hombre, la “sociedad perfecta”, ha dejado ya demasiadas víctimas en las cunetas de la historia como para seguir apostando por ella. A fuerza de desengaños hemos asumido que “quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa” (nº 24b). Hemos visto como fracasan, una y otra vez, los intentos de redimir al hombre desde fuera, “las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior” (nº 25). Entonces, ¿no hay lugar para la esperanza? Sólo el amor incondicionado, absoluto, puede redimir a las personas, dando un nuevo sentido a su existencia. Este Amor, con mayúsculas, se nos revela en Cristo, donde podemos comprobar que el amor del Padre por nosotros ha sido y es hasta el extremo, hasta la entrega de la vida.
La experiencia de ser amados así, a fondo perdido, sí que puede hacer surgir en nosotros la Esperanza, una esperanza tal que sostiene la vida entera, a pesar de las dificultades. Una esperanza que realmente salva, como sólo el amor puede salvar: “la verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones sólo puede ser Dios (…) Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente “vida” (nº 27). Por el contrario, dice Benedicto XVI, “quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza” (nº 27).
Pero, como afirma el Papa, “para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible.” (nº 3).
Debemos preguntarnos sinceramente: ¿esperamos aún algo?, ¿tiene sentido hoy esperar?, ¿la esperanza cristiana aporta algo a nuestro vivir cotidiano que, tantas veces, transcurre entre la rutina y el desaliento? Y, si esperamos aún, “¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella?” (nº 1). Es innegable que la sociedad del siglo XXI, de un modo particular Occidente, sufre de “un oscurecimiento de la esperanza” (Ecclesia in Europa). Basta con escuchar el pálpito de la calle para darse cuenta de ello. Hoy nos conformamos con “ir tirando”, con vivir el día a día. Perseguir grandes ideales, además de trasnochado, supone exponerse al fracaso, a la frustración ante lo irrealizable.
Las luchas por el “reino de la razón y la libertad”, por el “reino del progreso científico” y por el “reino de la justicia social”, a las que en otros tiempos se entregaron los hombres, se han revelado como esfuerzos de ilusos. La búsqueda de un “reino de Dios” hecho por el hombre, la “sociedad perfecta”, ha dejado ya demasiadas víctimas en las cunetas de la historia como para seguir apostando por ella. A fuerza de desengaños hemos asumido que “quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa” (nº 24b). Hemos visto como fracasan, una y otra vez, los intentos de redimir al hombre desde fuera, “las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior” (nº 25). Entonces, ¿no hay lugar para la esperanza? Sólo el amor incondicionado, absoluto, puede redimir a las personas, dando un nuevo sentido a su existencia. Este Amor, con mayúsculas, se nos revela en Cristo, donde podemos comprobar que el amor del Padre por nosotros ha sido y es hasta el extremo, hasta la entrega de la vida.
La experiencia de ser amados así, a fondo perdido, sí que puede hacer surgir en nosotros la Esperanza, una esperanza tal que sostiene la vida entera, a pesar de las dificultades. Una esperanza que realmente salva, como sólo el amor puede salvar: “la verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones sólo puede ser Dios (…) Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente “vida” (nº 27). Por el contrario, dice Benedicto XVI, “quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza” (nº 27).
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