jueves, 23 de agosto de 2007

La Medicina del Papa Benedicto (otro comentario sobre la "Summorum Pontificum")

Posted by Rubén García  |  at   10:25

En su carta "Summorum Pontificum", Benedicto XVI ha señalado firmemente al “Missale romanum”, promulgado por Pío V y propuesto en edición revisada por Juan XXIII en 1962, una expresión de la “lex orandi” – la norma de la oración – y por tanto de la “lex credendi” – la norma de la fe – de validez plena y actual. Junto al Misal promulgado por Pablo VI en 1970, representa un distinto uso del único rito de la Iglesia latina. A pesar de estar marginado, en efecto, como consecuencia de la adopción en la liturgia de las lenguas modernas, el Misal de 1962 no había sido nunca “superado”, ni habría podido serlo, mucho menos “abrogado”. Quedó en vigor, como una “expresión viva de la Iglesia”.


La nueva legitimación del “Missale romanum” decretada por el “Summorum Pontificum” reconduce la vida católica a su esencial naturaleza de “complexio”. La historia católica precedente al Concilio Vaticano II es propuesta por el Papa como vivo horizonte del “espíritu” del Concilio mismo y de su realización: una realización que muchos extremismos han vivido en cambio como incompatible con el pasado.

Así, el objetivo de “la reconciliación interna en el seno de la Iglesia” se hace parte de una más amplia intervención medicinal para al Iglesia universal, también independientemente de tensiones locales con las minorías cismáticas.

Las mismas raras, pero virulentas, reacciones negativas al “motu proprio” confirman sin quererlo la urgencia de esta acción medicinal del Papa Benedicto.

Ellas han levantado dos graves acusaciones contra la “Summorum Pontificum”.
Por un lado, esta habría atentado contra al autoridad episcopal, ya que la decisión romana sustraería a quien constituye por esencia el liturgo de su Iglesia, el obispo, la autoridad de disciplinar el mismo los estilos y los intentos litúrgicos de los sacerdotes que celebran por delegación suya.
Por otro lado, el “motu proprio” introduciría una paradojal forma de relativismo litúrgico, una liturgia “por ordenación”, según las preferencias subjetivas de los fieles.

La segunda objeción está decididamente fuera de lugar. Si algo ha ofrecido, por décadas, un espectáculo de estilos litúrgicos peligrosamente “à la carte”, esto es el abuso expansivo (y precoz, ya en el inmediato postconcilio) de la “interpretación” o “inculturación” del rito de la misa. ¿Quién no recuerda las arbitrarias supresiones de plegarias y de gestos y la introducción ilegítima de nuevos textos, actores y lugares litúrgicos? De ello la migración del pueblo creyente a la busca de los estilos de celebración más conformes al gusto, conservador o progresista. Problema notorio desde hace tiempo: el reciente acto de gobierno de Benedicto XVI ha sido precedido por muchas advertencias – sobre todo de la instrucción “Redemptoris Sacramentum” de abril del 2004 – que sancionaban las excesivas “deformaciones arbitrarias”.

La recuperación del rito antiguo en latín podrá, al contrario de cuanto se objeta, actuar como paradigma estabilizador de las fluctuantes liturgias en lengua corriente. Como ha notado el cardenal Karl Lehmann, presidente de los obispos de Alemania, el “motu proprio” es un buen motivo para promover con nueva atención una digna celebración “ordinaria” de la eucaristía y de los otros ritos.

En cuanto a la primera objeción, la autoridad del obispo es objeto de la carta de acompañamiento de Benedicto XVI a los “queridos hermanos en el episcopado”. En ella se recuerda que el rito antiguo no es otro rito, que su presencia en el pueblo cristiano es memoria constructiva, y que su celebración es legítima y oportuna.

La riqueza histórico-tradicional del culto cristiano es, pues, el dato primario del cual nutrirse; y la autoridad ejercitada del obispo-liturgo debe entenderse en consecuencia. El obispo no genera autónomamente, menos aún arbitrariamente, ni el hecho del rito, que tiene su centro en Cristo, ni su forma, que pertenece ante todo a la Iglesia una y universal. Adicionalmente – da a entender el Papa en la carta al episcopado – precisamente los responsables de la unidad en la Iglesia han faltado muchas veces, incluso en un pasado reciente, a la tarea primaria de evitar o sanar las divisiones.

¿En qué perspectiva debe leerse, pues, el acto de gobierno de Benedicto XVI?

Ante todo, la nueva libertad de la celebración de la misa llamada impropiamente “preconciliar” opera como correctivo, si no como resarcimiento, de una indebida fractura práctica e ideológica consumada en el siglo XX “hiper-conciliar”. Es una fractura con la Tradición de la Iglesia moderna, desde el siglo XVI al XX, y, en cuanto a la lengua casi con la entera tradición.

Esta fractura no ha sido querida por la constitución sobre la liturgia promulgada por el Concilio Vaticano II. Ella consiste en la cancelación del hecho del espíritu de la liturgia anterior a la reforma, casi entendiendo o dejando entender que ella fuese en sí misma inadecuada.

La iniciativa del Papa Benedicto se confirma, pues, dirigida contra la lectura del Concilio ideológica y sustancialmente “revolucionaria”, hecha por elites teológicas y pastoralistas católicas, y que es lentamente penetrada en el clero y en las parroquias.

Hay más. La renovada legitimidad de una eucaristía celebrada en lengua latina y según el Misal romano de 1962 parece destinada a volver el equilibrio no sólo a los actuales excesos rituales, lingüísticos, arquitectónicos, sino también a los frecuentes deslizamientos hacia un vaciamiento de la sacramentalidad de las celebraciones. Deslizamientos que tienen una preocupante relevancia sobre el plano de la fe.

Se opone que el Misal promulgado el 26 de marzo de 1970, bien enraizado en la Tradición y fruto de una madura ciencia liturgista, hubiera bastado para obtener estos efectos. Nadie ignora el enorme trabajo, de décadas, de la congregación para el culto divino, ni la pasión de Juan Pablo II por la vida litúrgica de la Iglesia: basta volver a leer su carta “Dominicae Cenae” de febrero de 1980. ¿Pero qué ha sido de estas riquezas en las prácticas ordinarias? ¿Cuál su capacidad de orientación y, a la vez, de continencia de la “renovación litúrgica” buscada por cotidianas actitudes inexpertas, frecuentemente extrañas a la idea misma de sacralizad de la eucaristía y del sacrificio? Es necesario reflexionar sobre esta probada imposibilidad de fundar obras grandes sobre la arena de las retóricas postconciliares.

¿De qué cosa, en cambio, puede derivar la potencialidad equilibrante del rito “tridentino”? Al menos de tres hechos.

1. La lengua latina favorece la percepción de una antigüedad del rito, de una originalidad sobre la cual el presente no se cree el amo o prevarica sino profunda y necesariamente se implanta según continuidad. También una participación ocasional, pero no más “transgresiva”, al rito antiguo a comprender que la tradición e innovación tienen entre ellos una relación necesaria y una reciproca fuerza moderadora. Lo sabe los raros creyentes que han frecuentado en estas décadas las liturgias celebradas en latín en los monasterios, aún más que en aquellas “tradicionalistas”.

2. La forma y la disciplina ritual de la misa antigua enseñan a creer precisamente por como enseñan a rezar. Especialmente el estar “vuelto hacia el Señor” del celebrante – que no es una “dar la espalda” al pueblo como insensatamente muchos repiten – y de las asamblea toda, así como la posición excéntrica del altar respecto a los presentes, llevan a reflexionar de nuevo sobre espacio y tiempo sacros, sobre su sentido y fundamento. De nuevo sino en manera “nueva”: más en el surco de la tradición católica, latina y oriental.

Ni la comunidad reunida, ni sus sentimientos, ni su sociabilidad o compañía son, en los hechos, el perno del “scrificium missae”. No es el comportamiento de la asamblea lo que cuenta: la de la “liturgia activa” es una tentación pragmática de solución de la que los liturgistas, pastoralistas y progresistas de edificios sacros parecen no ser conscientes. Al contrario la acción de la comunidad orante está bajo la norma del sacrificio sacramental y desde allí debe sacar el propio perfil; el actuar está al servicio de los “divina mysteria”. El divino Sacerdote se sacrifica a sí mismo al Padre y el celebrante y la asamblea, son llevados a este abismo, en su dirección y sentido. Es a esto a lo que el canon de la misa da la máxima relevancia.

Pero simbólicamente todo resulta más claro al fiel cuando le es permitido mirar además del celebrante y el altar, hacia el Señor. El estar vueltos al Señor opone a la tentación, incluso de liturgistas, de concebir el altar como “spectaculum”, al centro de la asamblea. ¿El ofrecimiento al Padre del único Sacerdote se manifiesta adecuadamente en el actual coloquio frontal entre celebrante y pueblo? Hoy la asamblea aparece prevalentemente dirigida hacia el celebrante, y el celebrante hacia ella, con un riesgoso efecto de inmanencia, si es que no de protagonismo. Es evidente todo domingo la tentación de considerar a la asamblea sacramento, en prejuicio del trinitario “misterio de la fe” que actúa en la acción litúrgica.

3. Una liturgia que por tradición antigua y constante “tiene al centro el Santísimo Sacramento que brilla de viva luz” (como se expresaba el grande liturgista Josef A. Jungmann) implica una catequesis y una predicación de la presencia real de Jesús en el pan y en el vino, del “Dios con nosotros” querido a Joseph Ratzinger teólogo. En suma, se impondrá una renovada atención a los sacramentos según un anuncio de realidad, más allá de los niveles – y los valores innegables, pero secundarios – de la “participación” comunional y afectiva de la asamblea.

Esta es la esperanza que parece recogerse en la decisión del Papa Benedicto: la esperanza que hacer hoy la prueba de la esencial presencia de la tradición entre nosotros sea medicina contra la desorientación de tantos fieles cristianos. El deseo de un “christifidelis laicus” como yo es que, con la venia del obispo, los párrocos hagan posible la celebración de al menos una misa semanal, mejor si es festiva, según el “Missale romanum” de Juan XXIII, ayudando a todos a recuperar el significado profundo de la antigua tradición litúrgica y repacificando en la Iglesia culturas, generaciones y espiritualidades.

Se evitará de todas formas que la solicitud de la misa antigua en latín se vuelva una reivindicación de minorías que se perciben excluidas y opositoras. Se debe pedir al obispo, a los pastoralistas y a los liturgistas ensayar pronto soluciones a la altura de las situaciones de cada diócesis. Y desde Roma – ante todo por parte de la comisión vaticana “Ecclesia Dei” – se espera una sólida guía sobre las modalidades de actuación del “motu proprio”, aparte de las razones teológicas y espirituales que lo animan.

Autor: Pietro di Marco

Sobre el autor

Blog del departamento de Teología del Istic

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