martes, 13 de mayo de 2008

El cristiano, testigo del Evangelio de la vida

Posted by Rubén García  |  at   20:58

La encíclica de Juan Pablo II Evangelium Vitae (1995) constituye, sin duda, uno de los documentos magisteriales más importantes escritos sobre la vida humana y su inviolabilidad, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural. Por eso no pierde actualidad con el paso del tiempo. En ella, Juan Pablo II encomienda a toda la comunidad cristiana la misión de ser testigos de la vida, con todos los diversos tipos de testimonio posibles, en medio de un mundo en el que abundan los signos de una peligrosa “cultura de la muerte”.


Comienza la encíclica explicando donde se encuentra de la fuente de esta inviolabilidad y del respeto sagrado que se debe a todo hombre. El fundamento último se halla en la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios: “La vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma del Creador” (nº 53). Esto encuentra su manifestación en la vocación sobrenatural (llamada a participar de la misma vida divina) de todo ser humano: “El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal” (nº 2).
La vida temporal del hombre, con todo, no es su realidad última, sino “penúltima”. El pontífice dice que tiene un “carácter relativo” en cuanto que no se acaba en sí misma, si bien “es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos” (nº 2).
La Iglesia, que está llamada a defender y promover la vida humana, “especialmente cuando es más débil o está amenazada” (nº 77), como don sagrado recibido del Creador, no puede quedarse sola en esa tarea. El Evangelio de la vida está inscrito en el corazón de cada persona, sea o no creyente. Siempre que esté “abierto sinceramente a la verdad y al bien” puede con la luz de su razón y el auxilio de la gracia descubrir “el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo” (nº 2). De hecho, no son posibles “la convivencia humana y la misma comunidad política” si no se parte de la afirmación de esta verdad absoluta. Solo el respeto incondicional de la vida humana puede servir “como fundamento de una sociedad renovada” (nº 77).
Esta cooperación con los miembros de otras religiones, con no creyentes y con todos los hombres de buena voluntad no va en detrimento del hecho de que, según Juan Pablo II, “los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho”, ya que sólo “el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia” (nº 2). Hasta tal punto es esencial este encargo hecho a los cristianos de velar por la vida, por toda vida, que puede llegar a afirmarse que cada persona “es confiada a la solicitud materna de la Iglesia”. De ahí que “toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y a cada criatura” (nº 3).
La acción de los cristianos debe dirigirse tanto a velar por el respeto de las vidas humanas concretas que son amenazadas, como a luchar, con diversos medios como pueden ser los educativos, contra la raíz última de esta “cultura de la muerte”: el relativismo moral, que conlleva que “la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana” (nº 4).
Ser testigo del Evangelium Vitae, “parte integrante del Evangelio que es Jesucristo” (nº 78) no significa para la comunidad cristiana únicamente cumplir y buscar que se cumpla el mandamiento “No matarás” de la Ley de Dios, acabando con aberraciones de dramática actualidad como el aborto, la pena de muerte, la eutanasia y la eugenesia. Supone, además de todo ello, “el imperativo de respetar, amar y promover la vida de cada hermano, según las exigencias y las dimensiones del amor de Dios en Jesucristo” (nº 77) y promover una “movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida” (nº 95).
La encíclica invita a la Iglesia a mantener “la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo de la vida y para la vida” (nº 78) y “a comportarnos como tal” (nº 79).
La familia tiene una misión determinante e insustituible dentro de la Iglesia y en “la edificación de la cultura de la vida”. Ella es verdaderamente “el santuario de la vida. Su responsabilidad específica brota de su misma naturaleza y consiste en ser “comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio (...) custodiar, revelar y comunicar el amor” (nº 92).

Sobre el autor

Blog del departamento de Teología del Istic

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