En el día de la Inmaculada Concepción publicamos un comentario de René Laurentin a la Declaración común de la Comisión internacional anglicano-católica (Arcic) sobre María Gracia y esperanza en Cristo (16 de mayo del 2005).
Continúa...
La Virgen María tuvo un puesto de verdad triunfal en la Iglesia, gracias al impulso del Movimiento mariano (1600-1958) –aunque hubo exageraciones y a veces desviaciones– hasta el final del pontificado de Pío XII; mientras que ha vuelto a ocupar una categoría menos elevada en la Iglesia a causa de la legítima preocupación de no hacer sombra al ecumenismo, pero también por reacción contra las hipérboles y los extremismos del ya citado Movimiento mariano, y aún más a causa del triunfo postconciliar del espíritu crítico en la teología y en la catequesis.
Los esfuerzos de Juan Pablo II para devolverle a María un lugar más elevado, para obligar a las universidades a instituir de nuevo la enseñanza mariológica institucional (cosa que, por lo general, no sucede a menudo ni se hace bien), e incluso para dar resalte al secreto de Fátima, no han tenido más que un reflejo limitado a la hora de contrarrestar dicho retroceso.
Es por eso por lo que 30Días me solicita, justamente, un artículo sobre la declaración común de la Comisión internacional anglicano-católica (Arcic, por sus siglas en inglés), del 16 de mayo de 2005, sobre María: gracia y esperanza en Cristo. Documento que no sólo confirma el acuerdo sobre María Virgen y Madre de Dios, sino también el fundamento de los dos dogmas pontificios sobre la Inmaculada Concepción (Pío IX, 8 de diciembre de 1854) y sobre la Asunción (Pío XII, 1 de noviembre de 1950). Este acuerdo tiene su marco en el diálogo dramáticamente agitado entre anglicanos y católicos.
El origen del cisma
En el siglo XIV, debido a la acción de Wyclif y de los herejes lolardos, el Parlamento inglés había limitado la dependencia de Inglaterra del papado de Roma. Pero es por razones personales ligadas al problema de su divorcio por lo que el rey Enrique VIII proclamó su supremacía sobre la Iglesia de Inglaterra (1534), supremacía que se llevó a cabo gracias a la obra de Thomas Cromwell, vicario general, con los “Diez artículos” (1536), confesión de fe que se inspira en la reforma luterana. Bajo Eduardo VI (1547-1553) se publicó el Book of common prayer (1552) y la Iglesia de Inglaterra tomó su forma definitiva. Se trató, por tanto, de una iniciativa insular y personal de los soberanos, preocupados de controlar la Iglesia, lo que dio lugar a una religión de Estado, a imitación de los protestantes.
Fue, pues, un cisma y no una herejía, pese a que el cisma se apoyase en el protestantismo luterano y luego calvinista, y progresivamente se fuera radicalizando. Era un cisma artificial, porque la estructura y la oración esencial de la Iglesia (la Lex orandi) subsistían en Inglaterra en la formalidad de una fe católica.
Un proyecto de unión
Es la constatación que lúcidamente hacía el cardenal Mercier, antes y después de la guerra de 1914-1918. Dado que en el ámbito protestante se comenzaba a sentir el aire del ecumenismo, con la creación progresiva del Consejo ecuménico de las Iglesias, el cardenal trató de reinsertar a la Iglesia de Inglaterra en la Iglesia católica mediante contactos frecuentes, cordiales y profundos con lord Halifax.
Roma, por aquel entonces, no se preocupaba del ecumenismo; se temían compromisos y la Santa Sede publicó oficialmente la declaración de que las ordenaciones de la Iglesia de Inglaterra no eran válidas, debido a una de las primeras ordenaciones de obispos hecha independientemente de Roma.
Fue un duro golpe no sólo para la Iglesia de Inglaterra, sino también para toda la nación inglesa y para la Corona. Un frenazo que dio al traste con el diálogo.
Lord Halifax y otros representantes anglicanos estaban entonces en Malinas, acompañando al moribundo cardenal Mercier. Estaban allí cuando el cardenal hizo celebrar ante ellos una misa privada, “la misa de María mediadora”, que había obtenido de Roma como privilegio. Porque en su pensamiento la prioridad del ecumenismo no estaba separada de su prioridad espiritual por la Virgen María. Esta profunda alianza entre el ecumenismo y María, madre de la unidad, debía ser mencionada como una señal de las grandes intenciones y de las grandes iniciativas para la unidad entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Inglaterra, que, por desgracia, no han tenido éxito.
La declaración de Roma sobre la invalidez de las ordenaciones fue un freno duradero contra la unión, pero aportó por lo menos el siguiente beneficio: los obispos anglicanos se preocuparon ante la constatación de la Santa Sede fundada en documentos históricos y se fueron organizando para asegurar a sus ordenaciones obispos válidos, aunque cismáticos. No los ortodoxos, que habrían rechazado semejante “compromiso”, pero sí los “viejos católicos” de Holanda. Muchos obispos anglicanos subrayan hoy, por lo menos durante sus contactos con católicos y ortodoxos, que el gran número de ordenaciones recientes con participación de obispos válidos según la tradición católica dan validez a su ordenación.
A pesar de esta interrupción del proyecto de Mercier, el diálogo continuó, en el ámbito del impulso ecuménico que dio Juan XXIII desde el comienzo de su pontificado.
Sin embargo, los anglicanos, por lo demás fieles a la tradición, se dejaron seducir por las corrientes feministas para promover las ordenaciones de mujeres como sacerdotes y obispos. Esta decisión de la Comunión anglicana crea el obstáculo más grave, y el más difícil de superar, a la esperanza de unión, tras la exclusión de la ordenación de las mujeres pronunciada más tajantemente que nunca por Juan Pablo II. Cosa que la tradición apostólica de la Iglesia ortodoxa excluye también.
La situación empeoró en 2003 cuando la Iglesia episcopaliana (anglicana) de Estados Unidos aprobó la consagración de un obispo homosexual. La Santa Sede se vio obligada a «aplazar» la publicación de una «declaración común de fe» entre las dos Iglesias, aunque «continuó su compromiso por el diálogo».
La publicación del documento sobre la Virgen María confirma que los puentes, gravemente dañados, siguen en pie, pero el aumento de casos de sacerdotes y obispos episcopalianos que hacen ostentación de su homosexualidad y las ordenaciones de mujeres son un problema permanente (sobre todo en América).
Un acuerdo importante
Resumir el reciente documento sería demasiado largo. Subrayemos brevemente algunos aspectos.
El acuerdo da testimonio de una consideración positiva e incluso de una devoción ferviente hacia María y saca sus elementos «de la Escritura y de la tradición común anterior a la Reforma y a la Contrarreforma» (siglo XVI). Escritura y tradición son la constante del documento: «Es imposible ser fieles a la Escritura y no tomar en serio a María».
Siguiendo el Evangelio de san Lucas, la Declaración común dice: «La anunciación y la visita a Isabel subrayan que María es de modo único la destinación de la elección y de la gracia de Dios».
El nuevo nombre dado a María (en griego Kecharitoméne) implica «una primigenia santificación por parte de la gracia divina». Es un comentario notable, abierto a la Inmaculada Concepción.
El documento se basa constantemente en la concepción virginal de Jesús expresada según Mateo y Lucas en términos muy distintos, pero perfectamente convergentes y aún más significativos. «La concepción virginal puede parecer en primer lugar como una ausencia, es decir, la ausencia de un padre humano. Sin embargo, es en realidad una señal de la presencia y de la obra del Espíritu […]. Para los creyentes cristianos, es una señal elocuente de la filiación divina de Cristo y la vida nueva a través del Espíritu».
Según el documento, por tanto, la concepción virginal de Jesús es al mismo tiempo un dato fundamental de la Revelación y una señal rica en consecuencias para nuestra vida, tal y como la desarrollaron los Padres de la Iglesia, para quienes la Madre de Dios no podía más que ser virgen y sólo una virgen podía ser la Madre de Dios.
Algunos teólogos y escritores franceses se oponen con fuerza e insistencia a la virginidad perpetua de María, convirtiéndola en una madre de familia con muchos hijos, forzando y deformando los textos bíblicos. El acuerdo con los anglicanos profesa que María «fue siempre virgen. En su reflexión [de anglicanos y católicos] se entiende la virginidad no sólo en términos de integridad física, sino como una disposición interior de apertura, obediencia y fidelidad unánime a Cristo, que conforma el seguimiento cristiano y produce una riqueza de frutos espirituales». Esta es la problemática, por desgracia incomprendida, de los Padres de la Iglesia.
El acuerdo del Arcic cita luego «el papel de María en la redención de la humanidad […] Ella [«nueva Eva», puntualiza el texto] está asociada a su Hijo en la victoria sobre el antiguo enemigo. […] La obediencia de la Virgen María abre el camino a la salvación».
Se puede, pues, hacer mucho camino con los anglicanos si se evita el título de “corredentora”, un término sobre el que no todos los católicos están de acuerdo. Juan XXIII le había pedido con discreción a la Comisión doctrinal del Concilio, en la que yo participaba como experto, que no usara esta palabra.
El acuerdo trata también del lugar de María en el culto. Dice: «Después de […] los Concilios de Éfeso y de Calcedonia […] se estableció gradualmente una tradición de oración con María y de alabanza a María. Desde el siglo IV, sobre todo en Oriente, se asoció a la súplica de su protección». Cosa que sigue en uso en la Iglesia anglicana de hoy.
Se aceptan también «las fiestas en su honor». Se admite asimismo la legitimidad de la fiesta de la Concepción de María creada en Oriente en el siglo VII y adoptada en las islas británicas desde el siglo XI.
Se reconoce la intercesión de María y «su presencia» en la vida de la Iglesia, aun admitiendo las exageraciones de la Edad Media que, de manera ambigua, llamó a María “mediadora ante Cristo mediador”; se subraya, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, que Cristo es el único mediador y que María es mediadora sólo «en Cristo» como escribió Juan Pablo II tomando de nuevo la fórmula aceptada antes del Concilio, en 1950, por el luterano alemán Hans Asmulsen, como señalé antes del Concilio en mi Court traité sur la Vierge Marie.
Se pone fecha a la fe en la intercesión de María a partir del Concilio de Éfeso (431) y se cita el Avemaría, cuya su difusión se señala en el siglo V, reconociendo que «los reformadores ingleses criticaron esta invocación y otras formas de oración semejantes, porque creían que ponían en tela de juicio la única mediación de Jesucristo». Por tanto, el acuerdo sobre este punto es un paso positivo. Se subraya además que el Concilio Vaticano II confirmó la práctica ininterrumpida de los creyentes que le piden a María que rece por ellos porque la «misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo» (Lumen gentium, 60).
Esta valoración positiva merece una cita. Uno de los últimos párrafos (p. 34) lleva por título: “Intercesión y mediación en la comunión de los santos”.
Acuerdo sobre el origen inmaculado y la asunción de María
El elemento nuevo y notable es el acuerdo, limitado pero sustancial y positivo, sobre las dos definiciones pontificias sobre la Virgen María (1854 y 1950), tan criticadas no sólo por la Reforma sino también por los ortodoxos.
En el 150 aniversario de la definición de Pío IX sobre el origen inmaculado de María el documento subraya que María tuvo «necesidad de Jesucristo». Un punto que era esencial y fundamental para Pío IX, porque este papa no definió sólo la pureza original de María, sino que declaró también que María fue rescatada por preservación (contra aquellos que pensaban que era un privilegio que se le debía a la nueva Eva, en cuanto pertenecía a la primera creación y de este modo era substraída a la descendencia de Adán).
El documento reconoce también el fundamento de la definición lacónica de Pío XII, porque se preocupó de ceñirse a lo esencial. No quiso definir la muerte de María, sino solamente que «fue asunta a la gloria celestial en alma y cuerpo».
Los anglicanos reconocen que esta es una formulación armoniosa de la fe común, porque, al estar llamados todos los cristianos a la resurrección, nada se opone a que esta promesa se haya cumplido ya para aquella que ha generado corporalmente a Cristo resucitado (mientras que por ejemplo Karl Rahner quería extender este privilegio a todos los cristianos a diferencia de Schillebeeckx).
La fe formulada en el acuerdo es para nosotros plenamente común, con la siguiente diferencia: el problema que estas dos definiciones plantea a los anglicanos es que para los católicos son un dogma de fe. Ellos creen lo mismo como una justa interpretación de la fe, pero no como una obligación impuesta por la revelación, porque en la Escritura estas dos doctrinas no son explícitas. Por otra parte, algunos católicos se sienten cohibidos a la hora de justificarlas bíblicamente, sin que por ello se les reproche nada. Por mi parte he demostrado, con una lectura penetrante pero rigurosa de la Escritura, que estas dos doctrinas no sólo están implícitas en la Escritura sino que están formalmente presentes.
«Sin embargo», sigue diciendo la declaración, «en la comprensión católica, así como se expresa en estas dos definiciones, la proclamación de una determinada enseñanza como dogma comporta que dicha enseñanza ha de ser considerada como “divinamente revelada” y, por tanto, ha de ser creída de modo “firme y sagrado” por todos los fieles». Esto les plantea un problema a los anglicanos, como a otras confesiones cristianas. Se preguntan si son necesarias estas expresiones de rigor. Ellos admiten sin ninguna dificultad las dos doctrinas tal y como las expresa la constitución dogmática Lumen gentium, según una formulación menos jurídica, y según la doctrina de la constitución dogmática Dei Verbum sobre la Escritura definida como testimonio.
Dice la Declaración: «Los anglicanos han preguntado si una de las condiciones para el futuro restablecimiento de la plena comunión será que acepten las definiciones de 1854 y de 1950. Los católicos consideran que es difícil imaginar el restablecimiento de la comunión si a unos se les pide la aceptación de determinadas doctrinas y a otros no. Al afrontar estos problemas no hemos olvidado el hecho de que “una de las consecuencias de nuestra separación fue la tendencia de anglicanos y católicos a exagerar la importancia de los dogmas marianos en sí mismos, en perjuicio de otras verdades más estrictamente vinculadas con los fundamentos de la fe católica” (Autoridad en la Iglesia II, n. 30). Los anglicanos y los católicos concuerdan en el hecho de que las doctrinas de la asunción y de la inmaculada concepción de María deben ser comprendidas a la luz de una verdad más central, la de su identidad de Theotokos, que a su vez depende de la fe en la encarnación».
Según el acuerdo católico-anglicano tenemos integramente la misma fe respecto a la Virgen María, pero es preciso que esas verdades definidas después de la separación sean presentadas en un contexto menos jurídico, en conformidad con las especificaciones del Vaticano II, más atentas a la unidad de la fe y a la jerarquía de los dogmas.
«Por su parte los anglicanos deberían aceptar que esas definiciones son una legítima expresión de la fe católica, y deben ser respetadas como tales, aunque ellos no hayan utilizado formulaciones de este tipo. Hay, en los acuerdos ecuménicos, ejemplos en los que lo que una de las partes ha definido como de fide puede ser definido por la otra parte de manera distinta, como por ejemplo en la Declaración cristológica común entre la Iglesia católica romana y la Iglesia asiria de Oriente (1994) o en la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación entre la Iglesia católica romana y la federación luterana mundial (1999)». En conclusión, los firmantes del acuerdo piensan que no han negociado solamente una conciliación o un acercamiento, sino que han «ilustrado de manera nueva el lugar de María en la economía de la esperanza y de la gracia».
Son las últimas palabras: «Nuestra esperanza es que, mientras compartimos ese único Espíritu que preparó y santificó a María para su singular vocación, podamos participar junto con ella y todos los santos en la incesante alabanza de Dios».
El acuerdo espiritual y doctrinal anglicano-católico sobre María va más lejos de lo que se podía imaginar, incluso a pesar de la rigidez y de los altibajos e inconvenientes ecuménicos de los que hemos hablado y de sus consecuencias para alcanzar esa plena comunión que ya el cardenal Mercier con razón quería realizar, según nuestro deseo común que es también la voluntad de Jesucristo: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17, 21).
Continúa...
La Virgen María tuvo un puesto de verdad triunfal en la Iglesia, gracias al impulso del Movimiento mariano (1600-1958) –aunque hubo exageraciones y a veces desviaciones– hasta el final del pontificado de Pío XII; mientras que ha vuelto a ocupar una categoría menos elevada en la Iglesia a causa de la legítima preocupación de no hacer sombra al ecumenismo, pero también por reacción contra las hipérboles y los extremismos del ya citado Movimiento mariano, y aún más a causa del triunfo postconciliar del espíritu crítico en la teología y en la catequesis.
Los esfuerzos de Juan Pablo II para devolverle a María un lugar más elevado, para obligar a las universidades a instituir de nuevo la enseñanza mariológica institucional (cosa que, por lo general, no sucede a menudo ni se hace bien), e incluso para dar resalte al secreto de Fátima, no han tenido más que un reflejo limitado a la hora de contrarrestar dicho retroceso.
Es por eso por lo que 30Días me solicita, justamente, un artículo sobre la declaración común de la Comisión internacional anglicano-católica (Arcic, por sus siglas en inglés), del 16 de mayo de 2005, sobre María: gracia y esperanza en Cristo. Documento que no sólo confirma el acuerdo sobre María Virgen y Madre de Dios, sino también el fundamento de los dos dogmas pontificios sobre la Inmaculada Concepción (Pío IX, 8 de diciembre de 1854) y sobre la Asunción (Pío XII, 1 de noviembre de 1950). Este acuerdo tiene su marco en el diálogo dramáticamente agitado entre anglicanos y católicos.
El origen del cisma
En el siglo XIV, debido a la acción de Wyclif y de los herejes lolardos, el Parlamento inglés había limitado la dependencia de Inglaterra del papado de Roma. Pero es por razones personales ligadas al problema de su divorcio por lo que el rey Enrique VIII proclamó su supremacía sobre la Iglesia de Inglaterra (1534), supremacía que se llevó a cabo gracias a la obra de Thomas Cromwell, vicario general, con los “Diez artículos” (1536), confesión de fe que se inspira en la reforma luterana. Bajo Eduardo VI (1547-1553) se publicó el Book of common prayer (1552) y la Iglesia de Inglaterra tomó su forma definitiva. Se trató, por tanto, de una iniciativa insular y personal de los soberanos, preocupados de controlar la Iglesia, lo que dio lugar a una religión de Estado, a imitación de los protestantes.
Fue, pues, un cisma y no una herejía, pese a que el cisma se apoyase en el protestantismo luterano y luego calvinista, y progresivamente se fuera radicalizando. Era un cisma artificial, porque la estructura y la oración esencial de la Iglesia (la Lex orandi) subsistían en Inglaterra en la formalidad de una fe católica.
Un proyecto de unión
Es la constatación que lúcidamente hacía el cardenal Mercier, antes y después de la guerra de 1914-1918. Dado que en el ámbito protestante se comenzaba a sentir el aire del ecumenismo, con la creación progresiva del Consejo ecuménico de las Iglesias, el cardenal trató de reinsertar a la Iglesia de Inglaterra en la Iglesia católica mediante contactos frecuentes, cordiales y profundos con lord Halifax.
Roma, por aquel entonces, no se preocupaba del ecumenismo; se temían compromisos y la Santa Sede publicó oficialmente la declaración de que las ordenaciones de la Iglesia de Inglaterra no eran válidas, debido a una de las primeras ordenaciones de obispos hecha independientemente de Roma.
Fue un duro golpe no sólo para la Iglesia de Inglaterra, sino también para toda la nación inglesa y para la Corona. Un frenazo que dio al traste con el diálogo.
Lord Halifax y otros representantes anglicanos estaban entonces en Malinas, acompañando al moribundo cardenal Mercier. Estaban allí cuando el cardenal hizo celebrar ante ellos una misa privada, “la misa de María mediadora”, que había obtenido de Roma como privilegio. Porque en su pensamiento la prioridad del ecumenismo no estaba separada de su prioridad espiritual por la Virgen María. Esta profunda alianza entre el ecumenismo y María, madre de la unidad, debía ser mencionada como una señal de las grandes intenciones y de las grandes iniciativas para la unidad entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Inglaterra, que, por desgracia, no han tenido éxito.
La declaración de Roma sobre la invalidez de las ordenaciones fue un freno duradero contra la unión, pero aportó por lo menos el siguiente beneficio: los obispos anglicanos se preocuparon ante la constatación de la Santa Sede fundada en documentos históricos y se fueron organizando para asegurar a sus ordenaciones obispos válidos, aunque cismáticos. No los ortodoxos, que habrían rechazado semejante “compromiso”, pero sí los “viejos católicos” de Holanda. Muchos obispos anglicanos subrayan hoy, por lo menos durante sus contactos con católicos y ortodoxos, que el gran número de ordenaciones recientes con participación de obispos válidos según la tradición católica dan validez a su ordenación.
A pesar de esta interrupción del proyecto de Mercier, el diálogo continuó, en el ámbito del impulso ecuménico que dio Juan XXIII desde el comienzo de su pontificado.
Sin embargo, los anglicanos, por lo demás fieles a la tradición, se dejaron seducir por las corrientes feministas para promover las ordenaciones de mujeres como sacerdotes y obispos. Esta decisión de la Comunión anglicana crea el obstáculo más grave, y el más difícil de superar, a la esperanza de unión, tras la exclusión de la ordenación de las mujeres pronunciada más tajantemente que nunca por Juan Pablo II. Cosa que la tradición apostólica de la Iglesia ortodoxa excluye también.
La situación empeoró en 2003 cuando la Iglesia episcopaliana (anglicana) de Estados Unidos aprobó la consagración de un obispo homosexual. La Santa Sede se vio obligada a «aplazar» la publicación de una «declaración común de fe» entre las dos Iglesias, aunque «continuó su compromiso por el diálogo».
La publicación del documento sobre la Virgen María confirma que los puentes, gravemente dañados, siguen en pie, pero el aumento de casos de sacerdotes y obispos episcopalianos que hacen ostentación de su homosexualidad y las ordenaciones de mujeres son un problema permanente (sobre todo en América).
Un acuerdo importante
Resumir el reciente documento sería demasiado largo. Subrayemos brevemente algunos aspectos.
El acuerdo da testimonio de una consideración positiva e incluso de una devoción ferviente hacia María y saca sus elementos «de la Escritura y de la tradición común anterior a la Reforma y a la Contrarreforma» (siglo XVI). Escritura y tradición son la constante del documento: «Es imposible ser fieles a la Escritura y no tomar en serio a María».
Siguiendo el Evangelio de san Lucas, la Declaración común dice: «La anunciación y la visita a Isabel subrayan que María es de modo único la destinación de la elección y de la gracia de Dios».
El nuevo nombre dado a María (en griego Kecharitoméne) implica «una primigenia santificación por parte de la gracia divina». Es un comentario notable, abierto a la Inmaculada Concepción.
El documento se basa constantemente en la concepción virginal de Jesús expresada según Mateo y Lucas en términos muy distintos, pero perfectamente convergentes y aún más significativos. «La concepción virginal puede parecer en primer lugar como una ausencia, es decir, la ausencia de un padre humano. Sin embargo, es en realidad una señal de la presencia y de la obra del Espíritu […]. Para los creyentes cristianos, es una señal elocuente de la filiación divina de Cristo y la vida nueva a través del Espíritu».
Según el documento, por tanto, la concepción virginal de Jesús es al mismo tiempo un dato fundamental de la Revelación y una señal rica en consecuencias para nuestra vida, tal y como la desarrollaron los Padres de la Iglesia, para quienes la Madre de Dios no podía más que ser virgen y sólo una virgen podía ser la Madre de Dios.
Algunos teólogos y escritores franceses se oponen con fuerza e insistencia a la virginidad perpetua de María, convirtiéndola en una madre de familia con muchos hijos, forzando y deformando los textos bíblicos. El acuerdo con los anglicanos profesa que María «fue siempre virgen. En su reflexión [de anglicanos y católicos] se entiende la virginidad no sólo en términos de integridad física, sino como una disposición interior de apertura, obediencia y fidelidad unánime a Cristo, que conforma el seguimiento cristiano y produce una riqueza de frutos espirituales». Esta es la problemática, por desgracia incomprendida, de los Padres de la Iglesia.
El acuerdo del Arcic cita luego «el papel de María en la redención de la humanidad […] Ella [«nueva Eva», puntualiza el texto] está asociada a su Hijo en la victoria sobre el antiguo enemigo. […] La obediencia de la Virgen María abre el camino a la salvación».
Se puede, pues, hacer mucho camino con los anglicanos si se evita el título de “corredentora”, un término sobre el que no todos los católicos están de acuerdo. Juan XXIII le había pedido con discreción a la Comisión doctrinal del Concilio, en la que yo participaba como experto, que no usara esta palabra.
El acuerdo trata también del lugar de María en el culto. Dice: «Después de […] los Concilios de Éfeso y de Calcedonia […] se estableció gradualmente una tradición de oración con María y de alabanza a María. Desde el siglo IV, sobre todo en Oriente, se asoció a la súplica de su protección». Cosa que sigue en uso en la Iglesia anglicana de hoy.
Se aceptan también «las fiestas en su honor». Se admite asimismo la legitimidad de la fiesta de la Concepción de María creada en Oriente en el siglo VII y adoptada en las islas británicas desde el siglo XI.
Se reconoce la intercesión de María y «su presencia» en la vida de la Iglesia, aun admitiendo las exageraciones de la Edad Media que, de manera ambigua, llamó a María “mediadora ante Cristo mediador”; se subraya, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, que Cristo es el único mediador y que María es mediadora sólo «en Cristo» como escribió Juan Pablo II tomando de nuevo la fórmula aceptada antes del Concilio, en 1950, por el luterano alemán Hans Asmulsen, como señalé antes del Concilio en mi Court traité sur la Vierge Marie.
Se pone fecha a la fe en la intercesión de María a partir del Concilio de Éfeso (431) y se cita el Avemaría, cuya su difusión se señala en el siglo V, reconociendo que «los reformadores ingleses criticaron esta invocación y otras formas de oración semejantes, porque creían que ponían en tela de juicio la única mediación de Jesucristo». Por tanto, el acuerdo sobre este punto es un paso positivo. Se subraya además que el Concilio Vaticano II confirmó la práctica ininterrumpida de los creyentes que le piden a María que rece por ellos porque la «misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo» (Lumen gentium, 60).
Esta valoración positiva merece una cita. Uno de los últimos párrafos (p. 34) lleva por título: “Intercesión y mediación en la comunión de los santos”.
Acuerdo sobre el origen inmaculado y la asunción de María
El elemento nuevo y notable es el acuerdo, limitado pero sustancial y positivo, sobre las dos definiciones pontificias sobre la Virgen María (1854 y 1950), tan criticadas no sólo por la Reforma sino también por los ortodoxos.
En el 150 aniversario de la definición de Pío IX sobre el origen inmaculado de María el documento subraya que María tuvo «necesidad de Jesucristo». Un punto que era esencial y fundamental para Pío IX, porque este papa no definió sólo la pureza original de María, sino que declaró también que María fue rescatada por preservación (contra aquellos que pensaban que era un privilegio que se le debía a la nueva Eva, en cuanto pertenecía a la primera creación y de este modo era substraída a la descendencia de Adán).
El documento reconoce también el fundamento de la definición lacónica de Pío XII, porque se preocupó de ceñirse a lo esencial. No quiso definir la muerte de María, sino solamente que «fue asunta a la gloria celestial en alma y cuerpo».
Los anglicanos reconocen que esta es una formulación armoniosa de la fe común, porque, al estar llamados todos los cristianos a la resurrección, nada se opone a que esta promesa se haya cumplido ya para aquella que ha generado corporalmente a Cristo resucitado (mientras que por ejemplo Karl Rahner quería extender este privilegio a todos los cristianos a diferencia de Schillebeeckx).
La fe formulada en el acuerdo es para nosotros plenamente común, con la siguiente diferencia: el problema que estas dos definiciones plantea a los anglicanos es que para los católicos son un dogma de fe. Ellos creen lo mismo como una justa interpretación de la fe, pero no como una obligación impuesta por la revelación, porque en la Escritura estas dos doctrinas no son explícitas. Por otra parte, algunos católicos se sienten cohibidos a la hora de justificarlas bíblicamente, sin que por ello se les reproche nada. Por mi parte he demostrado, con una lectura penetrante pero rigurosa de la Escritura, que estas dos doctrinas no sólo están implícitas en la Escritura sino que están formalmente presentes.
«Sin embargo», sigue diciendo la declaración, «en la comprensión católica, así como se expresa en estas dos definiciones, la proclamación de una determinada enseñanza como dogma comporta que dicha enseñanza ha de ser considerada como “divinamente revelada” y, por tanto, ha de ser creída de modo “firme y sagrado” por todos los fieles». Esto les plantea un problema a los anglicanos, como a otras confesiones cristianas. Se preguntan si son necesarias estas expresiones de rigor. Ellos admiten sin ninguna dificultad las dos doctrinas tal y como las expresa la constitución dogmática Lumen gentium, según una formulación menos jurídica, y según la doctrina de la constitución dogmática Dei Verbum sobre la Escritura definida como testimonio.
Dice la Declaración: «Los anglicanos han preguntado si una de las condiciones para el futuro restablecimiento de la plena comunión será que acepten las definiciones de 1854 y de 1950. Los católicos consideran que es difícil imaginar el restablecimiento de la comunión si a unos se les pide la aceptación de determinadas doctrinas y a otros no. Al afrontar estos problemas no hemos olvidado el hecho de que “una de las consecuencias de nuestra separación fue la tendencia de anglicanos y católicos a exagerar la importancia de los dogmas marianos en sí mismos, en perjuicio de otras verdades más estrictamente vinculadas con los fundamentos de la fe católica” (Autoridad en la Iglesia II, n. 30). Los anglicanos y los católicos concuerdan en el hecho de que las doctrinas de la asunción y de la inmaculada concepción de María deben ser comprendidas a la luz de una verdad más central, la de su identidad de Theotokos, que a su vez depende de la fe en la encarnación».
Según el acuerdo católico-anglicano tenemos integramente la misma fe respecto a la Virgen María, pero es preciso que esas verdades definidas después de la separación sean presentadas en un contexto menos jurídico, en conformidad con las especificaciones del Vaticano II, más atentas a la unidad de la fe y a la jerarquía de los dogmas.
«Por su parte los anglicanos deberían aceptar que esas definiciones son una legítima expresión de la fe católica, y deben ser respetadas como tales, aunque ellos no hayan utilizado formulaciones de este tipo. Hay, en los acuerdos ecuménicos, ejemplos en los que lo que una de las partes ha definido como de fide puede ser definido por la otra parte de manera distinta, como por ejemplo en la Declaración cristológica común entre la Iglesia católica romana y la Iglesia asiria de Oriente (1994) o en la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación entre la Iglesia católica romana y la federación luterana mundial (1999)». En conclusión, los firmantes del acuerdo piensan que no han negociado solamente una conciliación o un acercamiento, sino que han «ilustrado de manera nueva el lugar de María en la economía de la esperanza y de la gracia».
Son las últimas palabras: «Nuestra esperanza es que, mientras compartimos ese único Espíritu que preparó y santificó a María para su singular vocación, podamos participar junto con ella y todos los santos en la incesante alabanza de Dios».
El acuerdo espiritual y doctrinal anglicano-católico sobre María va más lejos de lo que se podía imaginar, incluso a pesar de la rigidez y de los altibajos e inconvenientes ecuménicos de los que hemos hablado y de sus consecuencias para alcanzar esa plena comunión que ya el cardenal Mercier con razón quería realizar, según nuestro deseo común que es también la voluntad de Jesucristo: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17, 21).
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