martes, 6 de noviembre de 2007

¡Estudiantes de Teología! (por Felicísimo Martínez O.P.)

Posted by Rubén García  |  at   21:20

Están de moda las “reflexiones indignadas” y las “contrarreflexiones indignadas”. Sobre todo, en la formación de filósofos y teólogos y en la enseñanza de la teología. Algo pasa en la formación, con los formadores y los formandos. Algo pasa con la pedagogía teológica, con los profesores y los estudiantes de teología.
Yo voy a dejar de lado lo que pase con los profesores de teología, porque nadie es buen juez en propia causa. Supongo que ellos serán responsables de muchos fallos en la pedagogía teológica y de muchas deficiencias en enseñanza de la teología.
Quiero reflexionar un poco sobre lo que pasa con los estudiantes de teología, o al menos con algunos.

Porque, naturalmente, no se debe generalizar, ni hay un modelo común de estudiante de teología, o un “paradigma” como ellos gustan decir. Hay estudiantes de teología que entienden y practican el estudio como una auténtica ascesis, como un verdadero esfuerzo; que se atreven a pensar críticamente; que se sitúan más allá de la emotividad y utilizan la razón crítica; que no se dejan encerrar en la propia subjetividad y buscan referentes objetivos... para identificar el mensaje cristiano.
Pero también abundan cada vez más los estudiantes de teología que no caminan en esta dirección. Y, por lo mismo, en docencia teológica se repiten situaciones de indignación.
Si crece la indignación, puede suceder que esté creciendo el sentido moral, o el sentido de la responsabilidad, de la justicia, de la dignidad de las personas, de los derechos humanos. Cuando no soportamos las situaciones inmorales, cuando nos indignamos ante ellas, es porque está creciendo el sentido moral. Esta indignación es saludable y terapéutica, y cada vez se la considera más como un índice seguro de salud moral.
Pero la indignación puede ser indicativo de otras cosas, por ejemplo, de la falta de paciencia. Puede ser que se nos esté agotando la paciencia, esa virtud tan importante para caminar juntos y para buscar juntos. Puede ser que ya no nos toleremos, que no toleremos al otro, que no toleremos la diferencia. Esta indignación es peligrosa, pues se traduce en intolerancia. Y puede que no pase de ser una simple rabieta de niño mal criado, que se niega al diálogo, que se resiste a avenirse a razones.
Me piden -algún alumno- unas reflexiones indignadas, como profesor de teología, sobre hábitos y actitudes de los estudiantes de teología. Pero hay que tener en cuenta que la indignación no se improvisa -ni es bueno provocarla intencionalmente-. Llega cuando llega y hay que aprovechar ese momento, para hacer “las reflexiones indignadas”, para bien o para mal.
Porque las reflexiones indignadas tienen todas las ventajas de lo espontáneo y pasional, y todos los inconvenientes también de lo espontáneo y pasional. Las ventajas son el lenguaje directo, la sinceración sin tapujos, el atrevimiento para decir las cosas sin cálculos de ningún tipo... Las desventajas son la parcialidad, la exageración, la pérdida del sentido de la proporción y de la totalidad, las visiones subjetivistas... y la total ausencia del sentido del humor, tan importante en la vida.
Sin embargo, también es cierto que la indignación se acumula y, con frecuencia, permanece allá, en el fondo, oculta, reprimida, encerrada y disimulada. La socialización y los convencionalismos sociales nos obligan a ocultarla o disimularla bajo unas maneras impuestas por la corrección, la educación, el saber estar. Y esas represiones no siempre son buenas.
Una serie de postulados culturales y ambientales nos impiden sacar fuera la indignación, o nos obligan a reprimirla. ¡Nos han entrenado tanto en el dominio de nosotros mismos! Se valora tanto la imagen y el quedar bien ante los demás! ¡Nos han interpretado tan mal la caridad! ¿Acaso es simple ausencia de conflictos o confrontaciones? ¿Acaso ha de confundirse con el irenismo o con una aparente armonía, que todo el mundo sabe -sin decirlo- que es falsa?. Se está exaltado tanto la autoestima, que hasta la corrección fraterna comienza a estar prohibida. Porque podemos crear traumas al otro o a la otra. Y así nos vamos cayendo a mentiras unos a otros y cada uno a sí mismo. Apenas nos queda espacio para la expresión espontánea, para la comunicación directa, para el diálogo franco, para la crítica abierta... esa que sólo se da con una cierta indignación.
Pero, a pesar de todos esos envoltorios, la indignación está ahí y se deja sentir de múltiples formas. El alumno que me ha pedido estas reflexiones indignadas, ¿habrá notado en mi esa indignación reprimida? ¿En qué momentos la habrá notado?
Ciertamente, mi tarea hoy como profesor de teología no está exenta de cierta indignación, unas veces mejor disimulada que otras, unas veces mejor administrada que otras. Y hay momentos en los que se agudiza. Quisiera recordar algunos.
Me indigna, por ejemplo, una paradoja o simplemente una incoherencia que se repite hoy en la tarea educativa. Creo que en casi todas las áreas de la educación, pero ciertamente en el área de la filosofía y de la teología. Como debilidad la comprendo; pero no consigo encontrarle justificación.
Los alumnos demandan sistemáticamente una pedagogía más activa o interactiva, unas clases más participativas, un diálogo más democrático de todos los participantes. Y tienen toda la razón. Al menos, por dos motivos fundamentales.
En primer lugar, hoy en día contamos con bibliotecas, libros, revistas, fotocopiadoras, computadoras, redes... que permiten a los alumnos de teología el acceso directo y personal a los materiales relacionados con los temas de clase. Alumnos y profesores estamos en este sentido en igualdad de circunstancias. Ya no es necesario seguir ejerciendo aquel oficio de “lector” medieval, que leía el único pergamino existente para que los alumnos escuchasen o copiasen la “lección”. El examen consistía en “tomar la lección”. Ahora el pergamino está a disposición de alumnos y profesores. Por consiguiente, se pueden dedicar las clases a otros menesteres más activos e interactivos.
Por otra parte, parece comprobado que una pedagogía más activa produce frutos más consistentes y duraderos. Sobre todo, cuando de alumnos adultos se trata, no tiene sentido adoptar un pose magisterial. Es preferible dar lugar a la pregunta, al cuestionamiento, a la réplica, a la postura crítica. Hay abundantes razones para demandar una pedagogía más activa y unas clases más participativas.
Pero, ¿cómo se armoniza esa demanda tan insistente con la pasividad, el silencio y la inhibición que muchos alumnos muestran a la hora de participar –¡o no participar!-? Es probable que algunos estudiantes lleven a cabo un estudio individual serio y concienzudo de los temas señalados en los programas. (Si no intervienen en el debate, no es fácil comprobarlo, pero esto sería lo de menos). Sin embargo, si no se someten a pública discusión las conclusiones del estudio personal, ¿para qué las clases?
Se demanda legítimamente una pedagogía más activa o interactiva. Sin embargo, muchos alumnos siguen pidiendo un mensaje sintetizado y masticado por el profesor. Esto es más cómodo. Pero, entonces, ¿qué significa la pedagogía activa?
O puede ser que se entienda la clase participativa como el simple derecho a ejercer la espontaneidad y la ocurrencia sin más. Pero, en una materia como la teología cristiana, que cuenta con 20 siglos de “tradición”, ¿qué valor pueden tener las espontaneidades y las ocurrencias (tanto de profesores como de alumnos)? Todos los opinantes merecen respeto; pero las opiniones se miden sobre todo por su nivel de razonamiento y fundamentación. ¿Será posible una pedagogía activa o unas clases participativas sin una preparación seria de los temas a debatir por parte de todos los participantes?
¿Quizá es que la tradición no interesa? Ni la cristiana ni la no cristiana. ¡Qué difícil resulta hoy conseguir que los estudiantes de cristología se interesen mínimamente por los debates cristológicos de Nicea o Calcedonia, o por los debates entre Arrio y Atanasio, Cirilo y Nestorio...! Les suenan esos debates a torneos medievales, aunque son anteriores a la Edad Media. No consiguen comprender o no se esfuerzan por comprender la importancia de la tradición para interpretar la fe de nuestros mayores y para comprender la propia fe.
En esto la nueva generación de “teólogos” no es distinta de la nueva generación juvenil. Ambas corren un riesgo muy extendido hoy. Ni se afirma ni se niega la tradición. Simplemente, se ignora. Quizá hay en ello algo de ese entusiasmo juvenil que concentra la atención en el presente y –un poco menos- en el futuro, y hace caso omiso del pasado. (Ya Santo Tomás decía que lo propio de los jóvenes no es la memoria, sino la esperanza, porque tienen poco pasado y mucho futuro. Por el contrario, afirma que lo propio del anciano es el recuerdo, porque tiene mucho pasado y poco futuro). Pero también puede ser una especie de petulancia desmedida, si es que hay petulancias comedidas o con medida.
Y la petulancia nunca es buena ni ha hecho sabio a nadie. Pensar que somos el “primer homo sapiens” de la historia, es una presunción. Pensar que somos los primeros que pensamos, sabemos y conocemos es una falta de respeto a nuestros antepasados. Pensar que todos nuestros maestros, vivos y difuntos, estaban equivocados es carecer de la más elemental modestia. Y ésta es absolutamente necesaria para adquirir un grano de sabiduría. Lo decían los Maestros de Tournai refiriéndose a la importancia de los maestros y de la tradición para encaminarnos hacia la verdad: “Somos enanos llevados en las espaldas de nuestros maestros”.
Esta falta de aprecio a la tradición resulta indignante. Y resulta más indignante cuando va acompañada con una cierta falta de respeto. ¿Tan insensatos eran los viejos maestros de la Cristología que sólo discutían sobre la “ousia”, la “hypostasis”, el “prosopon”, el “omoousios”, etc. por el gusto de discutir? ¿Tan insensibles eran que sus discusiones nada tenían que ver con el dolor, la pasión y la liberación de esta humanidad? ¿Tan sádico era San Anselmo que concebía a Dios como un Señor feudal inmisericorde y cruel? ¿Tan ridículo y necio era Santo Tomás que pedía orar y adorar a un “primer motor inmóvil”? ¡Un respeto a quienes hicieron tal esfuerzo por juntar la fe y la razón!
Y resulta especialmente indignante cuando se trata de asuntos de fe y de teología. Porque el testimonio y el mensaje de la fe cristiana sólo nos llega a través de la tradición, a través de 20 siglos de tradición. No tenemos otra vía de acceso a los orígenes si no es haciendo el camino de regreso a través de la tradición. Y no tenemos otra vía de acceso a la fe, si no es repitiendo el mismo camino que condujo a la primera comunidad de seguidores de Jesús desde el escándalo o la incredulidad ante el Crucificado hasta la fe en el Resucitado. Para ello, se necesita conocer el camino de la comunidad cristiana primitiva, y el camino de la tradición cristiana posterior.
La otra alternativa posible sería inventar la fe, pero con el riesgo de que no fuera la fe cristiana. No es lo mismo actualizar las formulaciones y las prácticas de la fe que inventar una fe nueva. Para inventar una nueva fe, no hace falta conocer los orígenes ni la historia cristiana.
Pero, es imposible comprender los éxitos y los fracasos de la Iglesia actual sin conocer la historia de la propia Iglesia. Es imposible comprender los éxitos y los fracasos de la teología actual, sin hacer el recorrido de la tradición o las tradiciones teológicas.
Ese momento en el que aparece la resistencia sistemática o el resentimiento instintivo contra la tradición es un momento fuerte de indignación.
Pero detrás de esa resistencia a la tradición, parece haber un motivo más hondo: la exaltación de la subjetividad y la minusvaloración de lo objetivo. La antropología -y una antropología eminentemente existencial- ha desplazado todo lo que huela a metafísica. El yo ha desplazado al ser.
Esta tendencia de la nueva generación de teólogos se refleja bien en cristología. Como bien se sabe, en Cristología es frecuente distinguir entre la dimensión u orientación ontológica y la dimensión u orientación soteriológica y funcional de la misma. Aquella tiene un carácter mucho más objetivo. ¿Qué es Cristo en sí? Esta incluye sobre todo la dimensión subjetiva: ¿Qué significa Cristo para mi? Aquella es la orientación característica de los manuales escolásticos. Esta es la orientación característica, por ejemplo, de la cristología de la Reforma (...y, con distinta orientación y distinto sabor, de los libros y devocionarios de espiritualidad y de piedad).
Pues bien, la nueva generación de teólogos o de estudiantes de teología están fascinados u obsesionados con la dimensión funcional y soteriológica de la Cristología. Pero se resisten a armonizarla con la dimensión objetiva u ontológica de la Cristología. Es sumamente difícil suscitar un elemental interés por la dimensión objetiva de Jesucristo y del hecho cristiano.
El riesgo del subjetivismo es grande. Las falsas consecuencias que se siguen del subjetivismo son numerosas.
En primer lugar, el propio sujeto, tal como se percibe a sí mismo, termina por erigirse en medida de la realidad. Terminamos por convertirnos o creernos el centro del mundo y de la historia. Y la experiencia nos dice que esto no es verdad. No somos buenos jueces en propia causa. La autoestima de nosotros mismos no siempre es exacta. Y la experiencia de fe nos dice que no somos el centro y el sujeto último de la historia salvífica, sino vulnerables personas necesitadas de salvación.
En segundo lugar, el propio sujeto acaba confundiéndose con la totalidad de la realidad, lo cual es obviamente falso. Que sólo me interese por mí mismo o que sólo me interese lo que se relaciona conmigo mismo, no debe significar que todo lo demás no existe. Puedo circunscribir el interés a mi subjetividad, pero debo saber que este es un camino de estrechamiento y empobrecimiento de la realidad.
En tercer lugar, el subjetivismo implica un serio empobrecimiento al no dejarnos cuestionar por la realidad y por la historia. La confrontación con la realidad es lo que hace que el sujeto crezca y madure, hasta llegar a regirse por el principio de realidad.
En cuarto lugar, vamos perdiendo el sentido de la realidad y terminamos sin saber dónde ubicar el propio sujeto que tanto nos interesa. La locura empieza a ser preocupante cuando no sabemos ubicarnos en el espacio y en el tiempo, cuando perdemos el sentido de la realidad.
Todas estas consecuencias del subjetivismo son especialmente graves cuando de asuntos de fe cristiana se trata. Porque la fe es lo más próximo a la ilusión, a la alienación, a la proyección, a la autosugestión... Necesita someterse constantemente al fuego de la crítica. Necesita confrontarse con referentes objetivos, como son, en el caso de la fe cristiana, el núcleo histórico de los relatos evangélicos, la experiencia fundante de los primeras comunidades cristianas, la gran Tradición eclesial. Y necesita someterse al discernimiento comunitario, que es la gran defensa contra las falsas ilusiones y autosugestiones del sujeto.
Esto plantea algunas cuestiones a las que las nuevas generaciones teológicas deben responder. ¿Basta recuperar y magnificar el sujeto para hacer buena teología y buena soteriología? ¿Se puede hacer una buena soteriología sin hacer una buena cristología integral? ¿Se puede atinar con el significado de lo que Jesús es para mí sin saber lo que Jesús, el Cristo, es en sí? ¿Se pueden separar ambas dimensiones? ¿Hay que desterrar la sabiduría griega -o romana- para que resplandezca la sabiduría bíblica? ¿Tiene futuro una teología existencial sin ningún firme “ontológico”?
Y la pregunta más grave, que ya fue formulada por la teología dialéctica a principios de nuestro siglo: Encerrarnos en la propia subjetividad como criterio último de valor y de sentido, ¿no será buscar simples comprobaciones o confirmaciones de nuestros prejuicios, de nuestros deseos, de nuestras proyecciones? ¿No deberemos dejarnos juzgar por el objeto, que en este caso es una Persona, un Otro, un Dios siempre mayor? ¿No es el subjetivismo una forma de reproducir lo mismo, sin abrirse a lo diferente?
Este encerramiento en el sujeto y sólo en aquello que resulta significativo y útil para el sujeto, tiene quizá sus raíces en otro rasgo del ciclo cultural postmoderno: el predominio de lo emocional sobre lo racional. Este predominio llega a tales extremos que con frecuencia termina por suplantar lo racional por lo emocional.
Se habla hoy del predominio de un ciclo cultural emotivo, en el que las emociones marcan la dirección y el ritmo de la carrera (o del lento y cansino caminar). Vivir a golpe de emoción lleva adosado, en un primer momento, pensar y juzgar a golpe también de emoción. Se juzga más con el corazón que con la cabeza. Y se juzga a golpe de improvisación, a golpe de sensación. Lo que gusta y provoca es valorado positivamente. Lo que disgusta y suscita repulsa es considerado negativamente, sin más. ¿Qué haremos entonces con el Crucificado y con los crucificados de la tierra? ¿Qué haremos con la Cruz, que desautoriza todos los falsos dioses?
Pero vivir a golpe de emoción lleva adosado, en un segundo momento, un simple vivir sin pensar, sin juzgar, sin razonar ni discernir. Y esto es grave, para la vida civil y para la vida del creyente, porque es lo mismo que encomendar el timón de nuestra vida a la apetencia y a la pasión, a la pura sensibilidad, al principio del placer, que ignora el principio de realidad.
Desde estos presupuestos es normal que cueste adentrarse en el estudio serio y razonado de la teología. Es más “emocionante” dedicarse a saborear la paz contemplativa y la oración cálida; es más gratificante dejarse llevar por las inspiraciones del Espíritu, sobre todo si no son muy exigentes.
Toda teología que no sea inmediatamente convertible en espiritualidad blanda, en fideísmo sabroso, en material disponible para la devoción, ha de ser rechazada como pura ideología, simple racionalismo, meros dogmas estériles. ¡Bonito ardid para dispensarse de la ardua tarea que supone pensar, y sobre todo pensar en asuntos de fe, que siempre tienen un plus de misterio! Los estudiantes de teología recurren a ella con frecuencia. ¡Bonita forma de defenderse contra cualquier interpelación que pueda someter a juicio los “inconscientes” supuestos teológicos de ciertas opciones espirituales! Porque conste que no hay ninguna espiritualidad, por muy piadosa que sea, que no tenga unos supuestos teológicos. Lo que suele suceder es que son inconscientes, y por consiguiente más peligrosos.
Estos supuestos de la actual cultura emocional no cuadran bien con la naturaleza de la teología, es verdad. Pero es necesario confrontar esta cultura con algunas preguntas fuertes. La emotividad, ¿lo es todo en el ser humano? ¿Hay que suplantar lo racional por lo emotivo o habrá que armonizar el logos y el eros para que nos salga la perfecta humanidad? El vacío existencial de un racionalismo extremo es desagradable; pero el riesgo de autodestrucción que lleva consigo el eros abandonado a si mismo tampoco es pequeño. La experiencia histórica nos habla de muchos sistemas doctrinales, rituales, instituciones... que terminaron vacíos de contenido. Pero también nos habla de muchos iluminados que terminaron en el desastre.
Ya en el campo específico de la teología. ¿Qué entendemos por espiritualidad o por teología espiritual? ¿Simples discursos piadosos que se conforman con alimentar la devoción personal? Para eso estaban los famosos sermones llamados “fervorines”, que produjeron más fervor religioso que conversión cristiana. Es verdad: si la teología no lleva a madurar en la fe, no sirve para nada. Pero, ¿será posible una verdadera espiritualidad cristiana sin verdadera teología?
Algún alumno me dijo una vez que sólo llegan a ser herejes los que piensan y reflexionan. Pero a algún gran maestro le he oído decir que las peores herejías no son las de aquellos que piensan, sino la de aquellos que sólo se dejan llevar por el sentimiento religioso, sin pensar. No han faltado quienes confundieron el éxtasis místico con éxtasis humanos, muy humanos (¿Consciente o inconscientemente? No es fácil saberlo).
Como profesor de teología, confrontarme con esta barrera de lo emotivo o lo emocional que arroja sospechas contra todo pensar crítico, siempre me ha producido disgusto. Confrontarme con la incapacidad de algunos alumnos para juntar la espiritualidad y la reflexión crítica... o con mi propia incapacidad para conseguir esa armonía en ellos, siempre me ha producido una cierta indignación.
Pero me pregunto con frecuencia: ¿Se trata simplemente de un ciclo cultural del que son hijos e hijas nuestros estudiantes de teología, como lo son la mayoría de los estudiantes de cualquier carrera? ¿Se trata simplemente de que la emoción ha borrado a la razón? ¿O se trata, en el fondo, de una resistencia a pensar críticamente, de un rechazo casi instintivo a todo lo que implique esfuerzo? ¿Se trata de una nueva forma de hacer teología con el sentimiento, o de una nueva forma de no hacer teología?
Porque no podemos olvidar que la búsqueda de la verdad es tarea ardua, muy ardua. Y la búsqueda de la verdad en teología quizá sea más ardua y arriesgada. Más ardua porque nos movemos en el ámbito del misterio, de lo que trasciende nuestra humana capacidad. Más arriesgada, porque está en juego el sentido, el sabor, la orientación de la vida.
No podemos olvidar que la palabra “estudio” viene del latín “studere”, que significa esforzarse. Santo Tomás reflexionó hondamente sobre esta etimología del estudio. Sacó como consecuencia que muchas personas abandonan la búsqueda de la verdad, porque no están dispuestas a hacer ese esfuerzo, a cumplir con esas exigencias, a adentrase en esa vía ascética que se requiere para encontrarse con la verdad. En este sentido, él, que defiende con Aristóteles que los sentidos son fuente de conocimiento, llega a afirmar que también son grandes enemigos de la verdad, porque nos entretienen en el camino hacia la verdad suprema. La búsqueda de gratificaciones sensibles e inmediatas no casa bien con la búsqueda de la verdad.
Desde estos presupuestos, me sigo preguntando. ¿Por qué esa resistencia de muchos estudiantes de teología a adentrarse en una reflexión seria y crítica? ¿Es por un profundo respeto a los misterios, como a veces “razonan” los interesados? ¿O es para ahorrarse el esfuerzo que supone el pensar? ¿Es que no se atreven a pensar por humildad o es que rehúsan pensar por indolencia y pereza mental? La primera explicación produce en mi una cierta tendencia a la comprensión; la segunda produce en mi una cierta indignación no deseada y a veces no controlada. La indolencia y la pereza mental se expande en los ambientes clericales.
“Atrévete a pensar”: así formuló Kant el ideal de la modernidad, del hombre moderno, adulto, libre y autónomo. Muchos estudiantes de teología se han saltado los compromisos de la modernidad, pero quieren llevar consigo todo los logros de la misma. Ahí hay trampa. Quieren cosechar los frutos de la modernidad (la adultez, la libertad, la autonomía...) sin el compromiso de la modernidad: “atreverse a pensar”. Y han caído directamente en la postmodernidad. Esta da a veces la impresión de pretender hacernos adultos, libres y autónomos... sin el esfuerzo de pensar críticamente.
Aquí vengo observando, entre las nuevas generaciones de estudiantes de teología, una paradoja que está en cuarto creciente: por una parte, tienen un instinto especial para rechazar cualquier dogmatismo, venga de donde viniere, sobre todo si “viene de arriba”; pero, por otra parte, la falta del atrevimiento o del esfuerzo que supone el pensar críticamente les hace presas fáciles de nuevos y no menos agresivos dogmatismos. Sucede que lo que hoy llamamos fundamentalismo no es más que una nueva forma de dogmatismo con cruzada incluida. ¿No abundan en la Iglesia las intolerancias “doctrinales” de derechas y de izquierdas entre algunos grupos de jóvenes?
El dogmatismo, secular o religioso, siempre es el fruto de una capitulación: la negativa a seguir pensando críticamente y autocríticamente, a seguir dialogando con los contradictores, a seguir buscando juntos... Mientras se sigue pensando críticamente y dialogando, las opiniones son simples opiniones, aunque se las defienda con pasión, pero no son aún dogmas. Cuando se deja de pensar críticamente, las opiniones se convierten en dogmas. Por eso, quien, por la razón que sea no se atreve a pensar, está ya en el precipicio que conduce hasta el dogmatismo. Sólo que su dogmatismo se vestirá de tonos ligeros o blandos: no se concretará en formulaciones elaboradas a través del debate, sino en ocurrencias espontáneas erigidas en tesis absolutas y mantenidas sin discusión.
En muchos estudiantes de teología se da con frecuencia otro hecho paralelo a esta resistencia a pensar crítica y creativamente. Se trata de una protesta sistemática contra las “anteriores” inculturaciones del cristianismo (judía y, sobre todo, helenística, romana, feudal, europea, occidental..., que luego se han impuesto a pueblos y culturas que no son judíos, ni helenos, ni romanos, ni feudales, ni europeos, y quizá ni occidentales...).
No es legítima la protesta contra las “anteriores” inculturaciones históricas del cristianismo. Nuestros antepasados hicieron lo que tenían que hacer, aunque no lo hicieran a la perfección. Mas bien, deberíamos aprender de esos ensayos de inculturación; deberíamos recordarlos e intentar comprender su dinámica interna. Así comprenderíamos mejor qué significa “inculturación” y cómo se lleva a cabo la inculturación del cristianismo.
Es absolutamente legítima la protesta contra la imposición de esas inculturaciones en otras culturas y otros pueblos. Es legítima la protesta contra todo colonialismo teológico, o contra toda imposición del cristianismo en moldes culturales foráneos.
Pero esta protesta legítima no puede quedarse en simple protesta. Es una vulgar contradicción pedir que “nos inculturen el cristianismo -mensaje y praxis- en nuestra cultura”. ¿Quién ha de realizar esa tarea de inculturación? ¿No somos nosotros mismos, desde el interior de nuestra propia cultura? Pedir que otros inculturen el Evangelio en nuestra cultura es, en el fondo, pedir un nuevo colonialismo teológico.
Las nuevas generaciones de teólogos no deben conformarse con protestar contra el colonialismo teológico. Deben asumir más bien el compromiso de la inculturación, de una forma creativa y responsable. Deben asumir la tarea de la inculturación por propia cuenta. ¿Acaso no son las comunidades culturales las que deben realizar la inculturación del evangelio? ¿Acaso no se ha de realizar la inculturación desde el interior de la propia cultura? ¿Quién puede hacerla desde fuera? Pero, no podemos llamarnos a engaño: esta tarea supone valentía y coraje, y el gran esfuerzo de repensar y reformular el mensaje cristiano... y también la propia cultura. La inculturación es mucho más que simples adornos folklóricos de las ceremonias litúrgicas.
En todas estas actitudes de los estudiantes de teología, se advierte un denominador común: la falta de coraje que para asumir responsablemente el compromiso de hacer la propia teología, inculturada y contextualizada. No pueden contentarse con seguir pidiendo que sean los demás los que hagan la teología, y que además la hagan a su gusto. Tienen que asumir la responsabilidad del quehacer teológico, pero conscientes de que es eso: una “responsabilidad”. Es decir, tendrán que responder por el mensaje cristiano ante la tradición, ante la Iglesia, ante la humanidad, ante las futuras generaciones... Esto requiere esfuerzo, coraje, voluntad, ascesis... y muchas renuncias.
La juventud actual tiene las mismas capacidades que las generaciones pasadas para hacer teología, para comprender la tradición, para interpretar y reinterpretar el mensaje, para actualizar el dogma, para inculturar el cristianismo.... No sólo eso, tienen muchos más recursos que sus antepasados: bibliotecas computarizadas, acceso a las últimas publicaciones de libros y revistas, internet, computadoras potentes, fotocopiadoras...
Pero no sé si todas estas facilidades son para bien o para mal. Me explico: no sé si ayudan a pensar o dispensan de pensar. Ya San Alberto Magno se quejaba en el siglo XIII de aquellos que hacían consistir la ciencia teológica en un pasar las ideas “ex libris in libros” (de unos libros a otros), sin pasarlas por la mente y el corazón del teólogo. (Claro que la escasez de textos en aquel momento hacía sumamente importante y casi imprescindible la tarea del copista).
Algo parecido se puede decir hoy de la costumbre de acumular fotocopias o de la costumbre de pasar los temas y las ideas a través de la fotocopiadora (o del diskette). En vez de procesar los temas teológicos mental y cordialmente, da la sensación que basta fotocopiarlos y almacenarlos. Y así se da lo fotocopiado por aprendido, lo que no siempre es verdad. Con mucha frecuencia, almacenar las ideas en unas fotocopias o en unos diskettes equivale a olvidarse de ellas.
La abundancia de recursos o las facilidades pedagógicas muchas veces se convierten en auténticas trampas, que hacen más débil el aprendizaje. Con frecuencia las excesivas facilidades degeneran en debilitamiento de la voluntad. Y este es un rasgo muy extendido en la generación postmoderna.
No hay que ensalzar tanto a las viejas generaciones que, a base de ascética, consiguieron una voluntad de hierro, capaz de enfrentarse a cualquier riesgo y adversidad. Apenas quedaría espacio para lo gratuito y lo lúdico... y andaríamos muy cerca del fariseísmo. Hoy no podemos comprender cómo San Agustín o Santo Tomás pudieron escribir tan voluminosa obra sin computadora y sin máquina de escribir, sin oficina y sin secretaria. Pero tampoco es aconsejable una generación carente de voluntad, o con una voluntad tan debilitada que sea incapaz de enfrentar la adversidad y asumir el peso del trabajo manual o intelectual. No habría lugar para la responsabilidad y el compromiso. Y andaríamos muy cerca de una gracia barata, o de una gratuidad frívola y banal. Ni Apolos ni Dionisios. Ni Prometeos ni Narcisos. Ser flexibles, sí, como los moluscos, pero con columna vertebral, como los bípedos erectos.
Sin un mínimo de ascesis y de fuerza de voluntad, no es posible adentrarse en el estudio de la teología. A no ser que vengan maestros capaces de convertir en un juego los debates cristológicos de Nicea, Constantinopla, Efeso, Calcedonia... o las peleas dogmáticas entre Arrio y Atanasio y Apolinar, Cirilo y Nestorio y Eutiques... Pero, a ciertas alturas académicas, los recursos lúdicos del preescolar ya no sirven para adentrarse en el meollo de las ciencias.
Está bien El mundo de Sofía para iniciarnos en la historia de la filosofía y tomarle gusto. Pero sería una aberración considerar esa novela la última palabra en historia de la filosofía. Ojalá alguien se atreva y sea capaz de escribir otro Mundo de Sofía para iniciarnos en la historia de la teología. Pero no esperemos que nos dispense del esfuerzo que supone el atreverse a pensar críticamente la historia de la teología y el esfuerzo de atrevernos a pensar autocríticamente la propia teología. Aunque suene a reiterativo: no es posible llevar adelante el quehacer teológico sin cierta ascesis, cierta disciplina mental, ciertas renuncias... Para el quehacer teológico, no bastan la inteligencia y el corazón; es necesaria también la voluntad.
El quehacer teológico implica algunas condiciones mínimas: un esfuerzo por conocer y comprender la tradición o las tradiciones teológicas (conocimiento de las fuentes teológicas); una ubicación o inserción correcta en la realidad social y eclesial (situarse en un lugar teológico adecuado); una dedicación intensa y esforzada a la búsqueda de la verdad, conscientes de que esta meta siempre está parcialmente por delante de nosotros (mantenerse firme a pesar del cansancio, de la duda, la oscuridad... y a veces la frustración).... Todas estas condiciones no se dan sin ascesis, fuerza de voluntad y coraje.
Una nota final de contraste. Superando muchos obstáculos y muy poco a poco van llegando mujeres a las aulas de teología. Algunas comparten los hábitos masculinos que provocan indignación. ¿Por qué negarlo? Pero muchas de ellas llegan con otros fueros, con una actitud más militante y comprometida, con un propósito firme de adentrarse en la tradición y pensarla o releerla desde su historia de sufrimiento y de opresión, con la firme decisión de elaborar crítica y creativamente una teología desde la óptica femenina (que es una inculturación de la teología)... ¿Será que sólo una historia de sufrimiento y de opresión consigue espolearnos para superar la pereza mental y para lanzarnos al compromiso creativa y responsablemente? ¿Será que sólo la real necesidad aguza la inteligencia y fortalece la voluntad, incluso para hacer teología?

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Blog del departamento de Teología del Istic

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