El cardenal estadounidense Avery Dulles reflexiona en este extenso artículo del 2005, a la luz del Año de la Eucaristía, sobre el misterio de la presencia real de Cristo en el Sacramento. Constituye un preciso y lúcido repaso a la doctrina católica clásica sobre el Mysterium Fidei, con la claridad habitual de este teólogo, asi como un acercamiento a los interrogantes que plantean ciertas corrientes de la teología sacramental contemporanea.
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El presente Año de la Eucaristía, a la vez que estimula una devoción mayor, ha sugerido una nueva reflexión teológica sobre los varios aspectos de la Eucaristía como sacrificio, como presencia real y como comunión.
La presencia real, investigada con gran sutileza durante la Edad Media, fue uno de los puntos centrales de controversia entre los cristianos a partir del periodo de la Reforma. Lutero, aunque ponía en tela de juicio la transubstanciación, mantuvo firmemente la opinión sobre la presencia real y sustancial de Cristo, si bien la mayor parte de los demás protestantes no estaba de acuerdo, por lo menos verbalmente. En los últimos decenios ha habido en ámbito católico cierta confusión sobre la presencia real. La Conferencia episcopal estadounidense, haciéndose cargo pastoralmente de la necesidad de puntualizar, publicó en 2001 un útil opúsculo titulado La presencia real de Jesucristo en el sacramento de la Eucaristía: las preguntas y las respuestas fundamentales. En este artículo hablaré del fundamento teológico de la enseñanza católica oficial.
Después de la consagración, el sacerdote, en cada misa, proclama que la Eucaristía es un mysterium fidei. La presencia real lleva a la mente humana al límite extremo de su capacidad. Al final debemos reconocer que es un misterio inefable y que debe ser aceptado con admiración y estupor. Es una verdad que sólo la mente de Dios puede comprender completamente. Sin embargo, hemos de decir algo, puesto que Dios no se ha revelado simplemente para envolvernos en el misterio. Quiere que imitemos a la Santa Virgen que reflexionó profundamente sobre las palabras que le fueron dichas. Ante todo hay que decir que la Iglesia acepta la presencia real como materia de fe porque está incluida en la palabra de Dios, como atestiguan la Sagrada Escritura y la Tradición. Jesús dijo claramente: «Este es mi cuerpo… esta es mi sangre» y, polemizando con los judíos, repitió que no estaba usando una metáfora. «Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 55-56). Muchos discípulos consideraron estas palabras muy duras y lo dejaron, pero Jesús no modificó sus afirmaciones para que volvieran.
Los Padres y los Doctores de la Iglesia han confesado con confianza la presencia real, siglo tras siglo, pese a todas las objeciones y malentendidos. Finalmente, en 1551, el Concilio de Trento ofreció una exposición completa de la doctrina católica de la Eucaristía dando mucha importancia a la presencia real. Desde entonces, repetida por muchos papas y documentos oficiales, la enseñanza de Trento sigue siendo normativa. El Catecismo de la Iglesia católica la cita a la letra (Catecismo de la Iglesia católica 1374. 1376-1377). Hablando de la presencia de Cristo en este sacramento el Concilio de Trento usa tres adverbios. Jesús está presente en la Eucaristía «verdadera, real y sustancialmente» (Denzinger-Schönmetzer 1651). Estos tres adverbios son las llaves que abren la puerta de la enseñanza católica y excluyen puntos de vista contrarios que hay, por tanto, que rechazar.
Diciendo en primer lugar que Cristo está contenido verdaderamente en las especies eucarísticas, el Concilio rechazó la idea de que el sacramento sea meramente un símbolo o una figura que señala un cuerpo que está ausente o que quizá está en alguna parte en el cielo. Esta afirmación va contra el hereje Berengario del siglo XI y contra algunos seguidores suyos protestantes del siglo XVI.
En segundo lugar la presencia es real, es decir, es ontológica y objetiva. Ontológica porque sucede a nivel del ser; objetiva porque no depende de los pensamientos o de los sentimientos del ministro o de los comulgantes. El cuerpo y la sangre de Cristo están presentes en el sacramento en virtud de la promesa de Cristo y del poder del Espíritu Santo que están vinculados a la ejecución correcta del rito por parte de un ministro válidamente ordenado. Al enseñar esto, la Iglesia rechaza la idea de que la fe sea el instrumento que determina la presencia de Cristo en el Sacramento. Según la enseñanza católica, la fe no hace a Cristo presente, pero reconoce con gratitud esa presencia y permite que la santa comunión dé sus frutos de santidad. Recibir el Sacramento sin fe es inútil, incluso pecaminoso, pero la falta de fe no hace que la presencia sea irreal.
En tercer lugar, el Concilio de Trento nos dice que la presencia de Cristo en el Sacramento es sustancial. La palabra “sustancia” no se usa aquí como un término filosófico técnico, como en la filosofía de Aristóteles. Ya se usaba en la alta Edad Media mucho antes de que circularan las obras de Aristóteles. “Sustancia” en el uso común define la realidad fundamental de la cosa, lo que la cosa es en sí. Derivada de la raíz latina sub-stare, significa eso que está debajo de las apariencias, que pueden cambiar en cualquier momento dejando el objeto intacto. Las apariencias pueden ser engañosas. Puede que no me reconozcáis si me disfrazo o caigo enfermo gravemente, pero yo no dejo de ser la persona que era; mi sustancia es inmutable. No hay, pues, nada oscuro en el significado de “sustancia” en este contexto. “Sustancia”, al significar lo que una cosa es en sí, puede estar contrapuesta a “función”, que hace referencia a la acción. Cristo está presente mediante su poder dinámico y su acción en todos los sacramentos, pero en la Eucaristía su presencia es, además, sustancial.
Por este motivo la Eucaristía puede ser adorada. Es el más grande de todos los sacramentos. Después de la consagración, el pan y el vino, de un modo misterioso, se convierten en Cristo mismo. El Concilio ecuménico Vaticano II cita a santo Tomás para decir que este sacramento contiene toda la riqueza espiritual de la Iglesia, ya que la Iglesia no tiene otras riquezas espirituales más que Cristo y todo lo que Él le da. El Concilio de Trento habla también del modo en que se da esta presencia de Cristo. Afirma que el pan y el vino cambian; dejan de ser lo que eran y se transforman en lo que no eran. La sustancia entera del pan y del vino se transforma en la sustancia del cuerpo y sangre de Cristo y, visto que Cristo no puede ser dividido, se transforman también en su alma y su divinidad (Denzinger-Schönmetzer 1640. 1642). Todo Cristo está presente enteramente en cada una de las dos formas. El cambio que se da en la consagración durante la misa es sui generis. No se deja enmarcar en las categorías de Aristóteles que creía que todo cambio sustancial comportaba un cambio en las apariencias o en lo que él denominaba accidentes. Cuando me como una manzana, ésta pierde sus cualidades perceptibles así como su sustancia de manzana. Se convierte en parte de mí. Pero en la consagración del pan y del vino durante la misa, las apariencias externas permanecen idénticas.
La Iglesia ha acuñado el término “transubstanciación” para indicar el proceso con que toda la sustancia y solamente la sustancia se cambia en la sustancia del cuerpo y de la sangre de Cristo. Hace falta una palabra especial para indicar un proceso que es único y sin iguales. Al enseñar que las especies no cambian, la Iglesia señala que las propiedades físicas y químicas siguen siendo las del pan y del vino. No solamente parecen y pesan lo mismo; mantienen además el mismo valor nutritivo que tenían antes de la consagración. Sería inútil tratar de demostrar o refutar la presencia real con experimentos físicos, porque la presencia de Cristo es espiritual o sacramental, no física, en el sentido de algo que se puede medir. Creo que para aclarar la enseñanza de la Iglesia sobre la presencia real será útil cotejarla con algunas posturas erróneas. La presencia de Cristo puede entenderse de manera demasiado carnal o demasiado mística, demasiado basta o demasiado sutil, demasiado ingenua o demasiado figurada.
El error realista ingenuo puede ser ilustrado mediante la reacción de los judíos en Cafarnaum que se quedaron pasmados ante las palabras de Jesús. Evidentemente pensaron que defendía el canibalismo, algo que justamente consideraban un pecado horrible. Algunos cristianos entienden la presencia de Cristo en la Eucaristía en un sentido demasiado materialista, sin hacer una adecuada distinción entre su presencia natural y su presencia sacramental. A veces imaginan que Él puede sufrir si la hostia es desacralizada o que puede sentirse solo en el tabernáculo. No sé dónde he leído que una joven estudiante tenía miedo de comer el helado después de comulgar porque pensaba que Jesús iba a tener frío. Algunos teólogos de la alta Edad Media, siguiendo a Pascasio Radberto, afirmaron que Jesús en la Eucaristía asumía la forma del pan y del vino como su verdadera forma. «¿Por qué no puede ser así –se preguntaban– visto que en la Resurrección se apareció como un peregrino y un jardinero sin que sus discípulos lo reconocieran?». Lo que vemos cuando miramos la hostia y lo que ingerimos durante la comunión, decían, es el cuerpo y la sangre de Cristo en una forma disfrazada. Algunos afirmaron incluso que en la consagración los elementos pierden la natural capacidad nutritiva del pan y del vino. Para evitar la implicación de que Cristo en la gloria pudiera sufrir a causa de la indignidad, algunos pensadores de la alta Edad Media afirmaron que el cuerpo de Cristo en el altar no era el mismo que el del cielo. De hecho hablan de los tres cuerpos de Cristo: su cuerpo natural, que ahora está en el cielo; su cuerpo sacramental, que está en la Eucaristía; y su cuerpo eclesial que es la Iglesia. La Iglesia no ha condenado nunca esta afirmación, pero ya no se defiende mucho, quizá porque, contrariamente a la idea de sus partidarios, parece sugerir que el cuerpo en la Eucaristía no es el que nació de la Virgen María. Si así fuera no podríamos cantar: «Ave verum corpus, natum de Maria Virgine».
Santo Tomás de Aquino desarrolla lo que podríamos definir una postura de mediación. Por una parte evita hablar de la Eucaristía como de un cuerpo especial (sacramental o místico), pero por la otra afirma que el cuerpo resucitado y glorificado de Cristo tiene una existencia diferente en el cielo y en el Sacramento. Contrapone la existencia de Cristo en sí y su existencia bajo el velo del Sacramento como dos diferentes estados o modos de ser. Según su modo natural de existencia Cristo está en el cielo, según el modo eucarístico de existencia está en el Sacramento. El cuerpo de Cristo esta verdaderamente presente en la Eucaristía, pero no en el sentido en que los cuerpos están en un determinado sitio. Sus partes y sus dimensiones no pueden medirse en relación con otros cuerpos. Su circunferencia no es la de la hostia. Contra los realistas ingenuos santo Tomás afirma que cuando miramos la hostia no vemos la figura y los colores que propiamente pertenecen al cuerpo de Cristo, sino los de la hostia misma. No estamos en la misma situación que los discípulos antes de la Ascensión a los que Cristo se apareció con su propio cuerpo. Cuando miramos la hostia o el cáliz en el altar, los aspectos o fenómenos visibles siguen siendo los del pan y del vino. Santo Tomás plantea la cuestión de que algunos dicen que han visto al Niño Jesús o su preciosísima sangre en una hostia consagrada. Responde que Dios es capaz de llevar a cabo un cambio milagroso en la hostia, de modo que puede parecer como un niño o como sangre humana, pero lo que se presenta en un caso de este tipo no puede ser las cualidades de Cristo mismo. Mirando la hostia o la preciosísima sangre, no podemos decir que la cabeza está aquí y los pies ahí. La presencia de Cristo en este Sacramento se parece a la del alma en el cuerpo. Mi alma no es parte en mi cabeza, parte en mi corazón, parte en mis manos, pero está enteramente presente en el todo y en cada parte. Igual que Cristo en la Eucaristía. Cuando se parte una hostia, cada fragmento contiene plenamente a Cristo tanto como la hostia entera. Una gota de la preciosa sangre contiene de Él tanto cuanto el contenido de todo el cáliz. Santo Tomás pone el ejemplo útil del reflejo de una imagen en el espejo. Cuando un espejo se rompe, cada fragmento puede reflejar el objeto entero, como hacía el espejo entero. Si la ubicación y los perfiles de la hostia no son los de Cristo, surge la pregunta: ¿podemos decir que Cristo es transportado durante una procesión o que está colocado en el tabernáculo? ¿No comemos su carne, no bebemos su sangre? Sí, dice santo Tomás, lo transportamos, comemos y bebemos, pero no en sus propias dimensiones. Lo transportamos, comemos y bebemos en su forma eucarística de existencia, en la medida en que su presencia coincide con las palpables propiedades o “accidentes” del pan y del vino. Ninguna violencia hecha contra el Sacramento lo perjudica físicamente porque esas cualidades y dimensiones no son propiamente suyas. Por tanto, la presencia de Cristo en el Santísimo Sacramento es comprensible sólo para el intelecto que acepta la Palabra de Dios en la fe. La presencia puede ser denominada sacramental porque las apariencias del pan y del vino indican donde están presentes el cuerpo y la sangre de Cristo. Son signos, es decir, sacramentos de una realidad que está presente en ellos. La presencia eucarística, aunque real, no elimina la ausencia de la que habla Jesús cuando se despide de sus discípulos durante la última cena. La Eucaristía es un memorial de la presencia histórica de Jesús en la tierra y prenda de su regreso en la gloria, cuando seamos capaces de verlo como es Él.
De lo dicho hasta ahora se puede comprender que la presencia de Cristo en este sacramento es única y misteriosa. Los maestros del espíritu nos advierten que no seamos demasiado curiosos, porque nuestras mentes podrían confundirse fácilmente ante tal excelso misterio. Es mejor aceptar simplemente las palabras de Cristo, de la Sagrada Escritura, de la Tradición, del Magisterio de la Iglesia que nos dicen lo que es necesario saber: «Cristo está realmente pero invisiblemente presente en la Eucaristía». Su presencia es tal que el pan y el vino después de la consagración son verdadera, real y sustancialmente su cuerpo y su sangre, pero según un modo de existencia diverso de su presencia en el cielo.
Hablemos ahora de los errores de minimización. El Concilio de Trento ha sido a veces atacado por haberse concentrado demasiado en uno solo de los modos en que Cristo está presente en la liturgia. Según Pablo VI y según el Concilio Vaticano II –nos recuerdan estos autores– Cristo esta presente en la liturgia de cinco modos por lo menos: en la asamblea, cuando nos reunimos para la oración, en la Palabra de Dios cuando es proclamada, en el sacerdote cuando celebra la misa, en los sacramentos, cuando son administrados y, en fin, en la hostia y en el cáliz ofrecidos durante la misa. La presencia en las especies consagradas, afirman estos autores, es solamente uno de los cinco modos y no se debería tomar como si fuera el único efectivo. Efectivamente, dicen, debería ser visto como subordinado a la presencia en la Iglesia, del que es un signo sacramental. ¿Acaso no han enseñado Agustín y Tomás de Aquino que el fin del sacramento es crear la unidad de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo? Por tanto, algunos teólogos han comenzado a decir que la presencia de Cristo está primariamente en la asamblea reunida.
Según la enseñanza de la Iglesia, las múltiples presencias de Cristo son efectivas e importantes, pero la presencia en la Eucaristía supera a todas. Unos quince años antes del Vaticano II, el papa Pío XII llamó la atención sobre los cuatro modos en que Cristo está presente en la liturgia. Pero precisó que estos modos de presencia no estaban todos al mismo nivel. El Divino Fundador de la Iglesia, escribía el Papa, «está presente… principalmente bajo las especies eucarísticas». Pablo VI en su encíclica de 1965 hizo una enumeración parecida, añadiendo a la lista de Pío XII un quinto modo: la presencia de Cristo en la proclamación de la Palabra. Pero dejó bien claro cuál era la presencia más importante. Tras subrayar las múltiples presencias de Cristo, decía: «Pero es muy distinto el modo, verdaderamente sublime, con el cual Cristo está presente a su Iglesia en el Sacramento de la Eucaristía, que por ello es, entre los demás sacramentos, el más dulce por la devoción, el más bello por la inteligencia, el más santo por el contenido, ya que contiene al mismo Cristo y es como la perfección de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos» (Mysterium fidei 38). Esta presencia, decía Pablo VI, se llama real no porque las otras sean irreales, sino porque es real por antonomasia (Mysterium fidei 39). Como presencia sustancial de Cristo todo entero, la Eucaristía supera la presencia transitoria y virtual en las aguas bautismales, en los otros sacramentos, en la proclamación de la Palabra y en el ministro que representa a Cristo en estos actos.
Si esta autoridad no fuera suficiente, se puede señalar que el Vaticano II en su constitución sobre la liturgia afirma que Cristo está presente «sobre todo [maxime] bajo las especies eucarísticas» (Sacrosanctum Concilium 7). Y el Papa Juan Pablo II, en su encíclica de 2003 sobre la Eucaristía dijo que hemos de ser capaces de «reconocer a Cristo dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre». Hay una diferencia notable entre la presencia de Cristo en la Eucaristía y en la asamblea o en sus miembros. Los fieles, con determinadas condiciones, están unidos místicamente a Dios por gracia. El Espíritu Santo vive en ellos, pero ellos mantienen su propia identidad personal. No son transubstanciados; no dejan de ser ellos mismos para transformarse en Cristo Señor. La Iglesia como cuerpo místico no puede nunca elevarse a la dignidad de Cristo en su cuerpo específico, que nació de la Virgen María, murió en la cruz y reina glorioso en el cielo. Este cuerpo está sustancialmente presente en la Eucaristía, pero no en la comunidad cristiana. Hay una gran diferencia entre la adoración que damos a Cristo en la Eucaristía y la veneración que damos a los santos.
Algunos de estos teólogos que minimizan afirman que, visto que el fin de la Eucaristía es formar la Iglesia como cuerpo de Cristo, su presencia eclesial es más intensa y más importante que la que hay en las especies consagradas. El error que reside en esta lógica puede ser comprendido si se piensa en la Encarnación. Jesús se hizo hombre y murió en la cruz por nuestra redención, pero no se deduce que Dios esté más intensamente presente en la comunidad de los redimidos que en el Hijo encarnado, o que nuestra devoción se deba concentrar más en los cristianos que en Cristo Señor.
Una segunda argumentación usada a veces para exaltar a la Iglesia por encima de la Eucaristía es que sería la Iglesia como sacramento general la que produce los siete Sacramentos, incluida la Eucaristía. La Iglesia, se dice, no podría dar lo que no tiene. Pero esta argumentación olvida el hecho de que la Iglesia no produce los sacramentos en virtud de un poder suyo. La Eucaristía, como los demás sacramentos, es un don de Dios. Al producirlo, la Iglesia está subordinada a Cristo, el ministro principal. La Iglesia, además, está formada por la Eucaristía. Los fieles son un único cuerpo porque participan en un único pan, que es Cristo Señor (cf. 1 Co 10,17). Así podemos decir, como dijo el papa Juan Pablo II en su encíclica, que si la Iglesia hace la Eucaristía no es menos verdad que la Eucaristía hace la Iglesia (cf. Ecclesia de Eucharistia 26).
Una tercera línea de pensamiento que tiende a minimizar la realidad de la presencia de Cristo en la Eucaristía viene de la fenomenología personalista de moda en el periodo del Vaticano II. Concentrándose en las relaciones interpersonales esta escuela de pensamiento hace coincidir la existencia personal con las relaciones humanas. Los teólogos seguidores de esta tendencia rechazan la idea de sustancia, sobre todo cuando se aplica a la Eucaristía, que consideran como una comida común. También a nivel natural, dicen, una comida con los amigos es mucho más que comer y beber; es una ocasión social para expresar y consolidar las relaciones humanas. Es lo mismo, dicen, para la Eucaristía. Al invitarnos a su cena, el Señor da al pan y al vino un significado nuevo y un fin nuevo, como símbolos eficaces de su amor que redime. Los elementos cambian en la medida en que adquieren una nueva importancia y una nueva finalidad. Por este motivo, siguen diciendo, deberíamos hablar de “transignificación” y de “transfinalización” en vez de “transubstanciación”.
Estos nuevos términos son discutibles e inoportunos, de modo que, desde el punto de vista terminológico, no aportan ninguna mejora respecto al término “transubstanciación”. En lo que expresan de positivo, los términos son inocuos. En la Eucaristía la importancia y el fin del pan y del vino efectivamente han cambiado: indican y realizan el nutrimento espiritual y la gozosa comunión con Cristo y los cristianos. Pero la terminología alternativa es carente porque no nos dice nada acerca de lo que sucede a las especies consagradas en sí mismas.
Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei precisó que el pan y el vino pueden adquirir una importancia y una finalidad radicalmente nuevas porque contienen una nueva realidad. El cambio del significado y de la finalidad dependen de un cambio ontológico anterior (cf. Mysterium Fidei 46). Podemos relacionarnos personalmente con Cristo en el Sacramento, y Él con nosotros, porque Él está realmente ahí. Su presencia en el Sacramento es real y personal tanto si uno lo cree y lo percibe como si no. La Eucaristía no es sólo un signo, sino una persona que subsiste por derecho propio, como les sucede a las personas. Un teólogo holandés de los años sesenta se preguntaba si la presencia real permanecería en la hostia consagrada en el caso de que todo el mundo muriera improvisamente a causa de algún desastre excepcional. Respondía negativamente basándose en el hecho de que la presencia personal no puede existir fuera de un encuentro recíproco de sujetos libres y conscientes. Este teólogo parece confundir los dos sentidos de “presencia”. “Presencia” efectivamente puede significar dos cosas. Puede ser presencia dentro, como el alma está presente en el cuerpo o como Cristo está presente en las especies eucarísticas. O puede significar presencia ante otros. De las dos, la presencia dentro es la más fundamental. Reducir la presencia real a la segunda es limitativo. Se aleja de la fe de la Iglesia católica, que afirma que la presencia real de Cristo en la Eucaristía es objetiva e independiente de su percepción por parte de quien sea. Se siguen planteando cuestiones sobre el término “sustancia”, sobre todo porque el concepto clásico de sustancia, común al pensamiento realista, hoy no se acepta mucho. Desde el periodo de Descartes y de Locke el término ha pasado a significar algo autoinclusivo e inerte, mientras que antes tenía el significado de activo centro generador de relaciones, que, mediante sus propios accidentes, entra en relación dinámica con otras criaturas.
Naturalmente, hoy a mucha gente le resulta extraño decir de una persona que es una sustancia. Pero si se abandona el concepto clásico, hay que encontrar otro término para indicar qué es una cosa en su realidad fundamental. La Iglesia, al llamar sustancial la presencia eucarística de Cristo, quiere decir que la Eucaristía en su propia realidad no es otra cosa que Cristo. La transubstanciación, como he explicado, es el proceso mediante el cual una sustancia, en nuestro caso la del pan o del vino, se transforma en otra sustancia, la del cuerpo y de la sangre de Cristo, sin experimentar ningún cambio físico-químico. El Concilio de Trento ha enseñado que el término es muy adecuado (cf. Denzinger-Schönmetzer 1652). Pablo VI dijo en 1965 que seguía siendo «apropiado y justo» y, como he recordado, lo consideraba superior a los otros términos que habían sido propuestos (cf. Mysterium fidei 46). Pero la Iglesia no se ha vinculado definitivamente a ningún vocablo particular. Teóricamente sigue siendo posible un cambio en la terminología.
Como resultado de las nuevas teologías eucarísticas propuestas durante el Vaticano II y después, se ha dado también una pérdida temporal de interés por el Santísimo Sacramento. Toda la atención se ha centrado en la celebración de la misa. En muchas parroquias y casas religiosas la bendición eucarística ha sido abandonada improvisamente. En algunas iglesias, se le ha reservado a la custodia del Santísimo Sacramento un lugar modesto, más parecido a un cuarto trastero que a una capilla. Educadores a la vanguardia en cuestión de religión repetían a los fieles que el fin del Santísimo Sacramento era ser recibido en la comunión y no ser adorado, como si las dos cosas se excluyeran recíprocamente. El magisterio eclesiástico ha resistido constantemente a esta tendencia negativa, contrarrestándola. Aunque está de acuerdo en que el fin primario de la Eucaristía es hacer presente el sacrificio de la cruz y dar el nutrimento espiritual al fiel, el Concilio de Trento ha insistido en que el Santísimo Sacramento sea honrado y adorado fuera de la liturgia de la misa (cf Denzinger-Schönmetzer 1643.1656). Negar esto equivale a negar la presencia sustancial de Cristo en el Sacramento. En 1965 el papa Pablo VI habló claramente y con decisión en favor de la custodia del Santísimo Sacramento en un lugar de honor de la Iglesia. Exhortó a los pastores a exponer el Sacramento para la solemne adoración y a hacer procesiones eucarísticas en los momentos oportunos; invitó también a los fieles a visitarlo frecuentemente (cf. Mysterium fidei 55. 66-68). Juan Pablo II, en sus muchos escritos como papa, ha tratado de promover la digna celebración de la Eucaristía y la devoción a la Eucaristía fuera de la misa. En su encíclica de 2003 expresa satisfacción por los muchos sitios donde se practica con fervor la adoración del Santísimo Sacramento, mientras que lamenta que en otros lugares dicha práctica haya sido abandonada completamente (cf. Ecclesia de Eucharistia 10). El culto que se da a la Eucaristía fuera de la misa, escribe, «es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico… Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas» (Cf. Ecclesia de Eucharistia 25).
El mismo Papa pasaba muchas horas ante el Santísimo Sacramento y muchas de sus mejores intuiciones nacían de esos momentos de oración. Como san Alfonso María de Ligorio, que cita a este respecto, el Papa estaba convencido del valor de la adoración de Jesús en el Santísimo Sacramento. La oración ante la Eucaristía fuera de la misa, escribe, nos permite tomar contacto con el manantial de la gracia (cf. Ecclesia de Eucharistia 25).
Gracias en buena parte a este aliento papal ha habido un notable incremento en la práctica de la exposición y de la hora santa de adoración. Durante el año 2000 se dio noticia de que más de mil parroquias en los Estados Unidos promovieron la adoración eucarística perpetua y otras mil crearon las condiciones para la adoración durante buena parte del día. Estas prácticas, lejos de debilitar el hambre de la santa comunión, la estimulan. Prolongan y aumentan los frutos de la participación activa en la misa. Además, expresan y fortalecen la fe de los católicos en el pleno significado de la presencia real. Quedándose entre nosotros en esta forma sacramental, el Señor mantiene su promesa de estar con su Iglesia «siempre, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 20). El misterio de la presencia real lleva nuestras posibilidades de comprensión al límite, pero no es un rompecabezas. Es un signo consolador del amor, del poder y de la genialidad de nuestro Divino Salvador. Él ha querido entrar en íntima unión con los creyentes de todas las generaciones y ha querido hacerlo de un modo que satisficiera nuestra naturaleza de espíritus encarnados. Las formas de comer y beber, profundamente cargadas del recuerdo de la historia del antiguo Israel, son significativas incluso para las personas incultas, en todas las épocas. Simbolizan oportunamente el nutrimento y el refrigerio espiritual que da el Sacramento.
En otro nivel, nos traen a la mente la crucifixión de Cristo que ha derramado su sangre por nuestra redención. Y por último, prefiguran el banquete eterno de los bienaventurados en la Jerusalén celestial. El simbolismo múltiple de la Eucaristía no puede separarse de la presencia real. Dicho simbolismo tiene el poder singular de recordar el pasado, transformar el presente y anticipar el futuro porque contiene verdadera, real y sustancialmente al Señor de la historia.
NOTAS 1 Para una exposición de estos tres términos, cf. Max Thurian, The Mystery of the Eucharist: an Ecumenical Approach (Eerdemans, Grand Rapids, Michigan 1984), pp. 55-58. 2 Concilio Vaticano II, Presbyterorum ordinis 5, que cita a santo Tomás, Summa theologiae III, q. 65, a. 3, ad 1; cfr. q. 79, a. 1c e ad 1. 3 Cf. santo Tomás, Summa theologiae III, q. 77, a. 6, “¿Pueden nutrir las especies?”. Santo Tomás se refiere a 1Co 11,21 y a los comentarios corrientes para mostrar que las especies, tomadas en cantidad suficiente, pueden satisfacer el hambre e inebriar. 4 Esta línea de pensamiento que parte de Pascasio Radberto, está representada por Lanfranco y Guitmundo de Aversa. Cf. el artículo que va a ser publicado, “Guitmund of Aversa and the Eucharistic Theology of St. Thomas” de Mark G. Vaillancourt, en The Thomist 69 (octubre 2005). 5 Jean Borella, The Sense of Supernatural (T&T Clark, Edinburgh 1998), pp. 71-77. Encuentra la doctrina del “triple cuerpo de Cristo” en Ambrosio, Pascasio Radberto y Honorio de Autun. Henri de Lubac habla de Amalario de Metz y Godescalco de Orbais como representantes de esta doctrina medieval. Cfr. su Corpus Mysticum: L’Eucharistie et l’Eglise au Moyen Age, 2 ed. (Aubier, París 1949), p. 37. Estos teólogos no negaron la identidad real entre el cuerpo real y el eucarístico de Cristo. 6 Santo Tomás, Summa theologiae III, q. 76, a. 6. Para un comentario lúcido cfr. Anscar Vonier, A Key to the Doctrine of the Eucharist (1923; reimpreso: Zaccheus Press, Bethesda, Md, Usa 2003), pp. 132-133. 7 Ibídem, a. 8, ad 2 e ad 3. 8 Santo Tomás, Summa theologiae III, q. 76, a. 3. 9 Ibídem, q. 76, a. 7. 10 Judith Marie Kubicki atribuye a Karl Rahner, Edward Schillebeeckx y Piet Schoonenberg la postura según la cual la Iglesia como sacramento es «el primer lugar de la presencia de Cristo en el mundo». Cfr. su artículo “Recognizing the Presence of Christ in the Liturgical Assembly”, Theological Studies 65 (2004), pp. 817-837, en la p. 821. 11 Pío XII, encíclica Mediator Dei 20. 12 Pablo VI, encíclica Mysterium fidei 36. 13 Juan Pablo II, encíclica Ecclesia de Eucharistia 6. 14 Típico de este punto de vista es el breve artículo “Changing Elements or People?” de F. Gerald Martin, en America 182 (Marzo 4, 2000), p. 22. Reaccionando contra la tendencia a separar la presencia real de la santa comunión, cae en el error opuesto, disminuyendo la devoción al Santísimo Sacramento, como si se opusiera a la comunión frecuente. 15 El término “transfinalización” parece que fue acuñado por el marista francés Jean de Baciocchi, pero ha sido usado por muchos otros. El término “transignificación” está asociado en particular al jesuita holandés Piet Schoonenberg. Para más información sobre estas tendencias, cf. Joseph M. Powers, Eucharistic Theology (Seabury, New York 1967), pp. 111-179, y Colman O’Neill, New Approaches to the Eucharist (Alba House, Staten Island, Nueva York 1967), pp. 103-126. 16 Piet Schoonenberg, The Real Presence in Contemporary Discussion, Theology Digest 15 (Spring 1967), pp. 3-11, a p. 10. 17 Tomo estos datos de Amy L. Florian, “Adoro Te devote”, America 182 (Marzo 4, 2000), pp. 18-21, a p. 18.
1 comentarios :
Muchas gracias por tu comentario, Rubén. El card. Dulles es muy potente a nivel teológico, en cuanto tenga tiempo lo leo
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