miércoles, 7 de febrero de 2007

Radcliffe: El Parque Jurásico y la Última Cena

Posted by Rubén García  |  at   21:33

Con su estilo fresco, cargado de imágenes actuales y anécdotas, el que fuera superior de la Orden de Predicadores, reflexiona en esta conferencia, que dio en 1994 con motivo de la apertura del periódico católico "The Tablet", sobre algunas urgencias de la misión en el mundo actual.

Continúa...
El año pasado tuve que dar una charla de diez minutos a la Unión de Superiores Generales - los "jefes" de las órdenes Religiosas - sobre los retos de nuestra misión como religiosos en Occidente. Parecía un trabajo un tanto irrealizable. ¿Qué se puede decir en diez minutos? Por aquella época fui a ver Parque Jurásico y me di cuenta de que es ésta una historia que nos muestra un cuadro maravilloso del mundo en que hemos de vivir nuestra fe hoy. Es una de las películas de mayor éxito. Se estaba exhibiendo en uno de cada tres cines en Italia y el Ministro francés de Cultura la declaraba como una amenaza a la nación. Nuestros niños comen galletas en forma de dinosaurios. ¿Por qué ha tenido tanto éxito? Seguramente porque toda cultura vive de historias, de relatos que conforman nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos, los cuales nos dicen qué significa ser humano. Es ésta una narración en la que millones de personas, tal vez inconscientemente, se encuentran a sí mismas, encuentran la historia de sus vidas.
Pero nosotros, los cristianos, afirmamos vivir de otra historia, que nos reúne para recordarla y reactualizarla cada domingo, la historia de la última Cena; la historia del hombre que congregó a sus amigos a su alrededor y compartió con ellos una comida, les entregó su propia persona, su cuerpo y su sangre. Esta es la historia que debería, sobre todo, conformar nuestras vidas y nuestra conciencia personal. Por tanto el reto de ser cristiano no es para nosotros el simple intentar ser buenos. No hay evidencia que indique que los cristianos son, en general, mejores que los demás, y, ciertamente, Jesús no vino a llamar a los santos sino a los pecadores. El desafío está más bien en vivir de y por una historia que algunos de nuestros contemporáneos pueden encontrar muy rara, y que ofrece una visión distinta del mundo y del ser humano. Esta tarde quiero mencionar sólo unas cuantas diferencias entre estas dos historias.
Supongo que la mayoría de vosotros habéis ido a ver Parque Jurásico. Probablemente llevasteis a vuestros hijos, pretextando que sólo ibais para que ellos pasaran un buen rato, pero seguro que también disfrutasteis con ella. Por si alguno no la ha visto, os cuento la historia. Un millonario, Richard Attenborough, utiliza experimentos con el ADN para devolver la vida a los dinosaurios. Crea un parque especial por el que todos los dinosaurios pueden moverse libremente. Desgraciadamente se escapan, comienzan a matar a los visitantes y los seres humanos abandonan la reserva, dejando tras de sí la jungla. Tal vez os parezca que esto no tiene mucho que ver con la vida de los barrios de Londres, a no ser que las cosas hayan cambiado mucho desde que estoy en Roma, pero a mí me sugiere que todo ello afecta a elementos importantes de nuestra cultura contemporánea.

1. Violencia

El primer punto que quiero desarrollar es un tema bastante común. Parque Jurásico nos habla de un mundo violento, de una manada de dinosaurios vagabundeando por las llanuras y devorando cuanto encuentran a su paso. Se trata de una violencia a la que los seres humanos sólo pueden replicar con nueva violencia. La otra historia nuestra, la de la última Cena, es también una historia de violencia, la violencia que se inflige a Jesús y que él soporta: "como oveja que es llevada al matadero, él no abrió su boca" (Is 53, 7).
Cuando hace poco pregunté a un grupo de dominicos americanos -hermanos y hermanas- cuál era el primer reto a nuestra predicación, sin dudarlo me respondieron que la violencia. En los últimos meses he visitado Ruanda, Burundi, Haití, Angola, Croacia y Nueva York y he podido comprobar la cruda violencia de gran parte de nuestro mundo. Supongo que la mayor parte de la historia humana ha sido violenta y, si dejamos de lado los horrores de las dos guerras mundiales, la nuestra no ha sido mucho peor. En el pasado muchas sociedades han glorificado la violencia. Creo que también la nuestra lo hace, y de forma sutil y apenas explícita.
Parque Jurásico nos presenta una resucitada selva darwiniana en la que los animales compiten para sobrevivir. El débil fracasa y muere llegando a extinguirse, como los dinosaurios. La competición violenta por la comida y el territorio es parte de un proceso creativo a través del cual llegamos a existir. Esa lucha brutal es la que nos introduce en la existencia. Es nuestra cuna. Últimamente se sugiere que la violencia es fructífera. Sin embargo la teoría de Darwin -que yo no puedo afirmar haber estudiado- es interesante solo como síntoma de la profunda transformación en nuestra comprensión de lo que significa ser humanos, que ha tenido lugar hace doscientos años, más o menos. Es la aparición del convencimiento de que toda sociedad humana funciona y florece a través de una feroz lucha entre individuos competitivos, cada cual persiguiendo su propio bien. La metáfora de la supervivencia del más preparado, de la vida como una jungla darwiniana, aparece con frecuencia en nuestro lenguaje. Sumner, el economista de Yale, escribió incluso que "los millonarios son un producto de la selección natural... Pueden ser objetivamente considerados como agentes de la sociedad seleccionados naturalmente para un determinado trabajo".
Uno de los primeros indicios de este cambio profundo en nuestra comprensión de la sociedad humana fue una pequeña paradoja titulada "La parábola de las abejas", escrita por un tal Mandeville en el siglo dieciocho. Defendía que la avaricia, la envidia, el orgullo, todos los vicios tradicionales, pueden ser realmente muy útiles. Son los que hacen que el mundo continúe y que la sociedad humana prospere. Pueden ser vicios privados, pero son virtudes públicas. La política de la avariciosa competición viene de lejos. Es esta comprensión de lo que significa ser humano la que hace de nuestras ciudades Parques jurásicos urbanos, ciudades-selvas con violencia interior, donde los débiles son destruidos. Nuestra historia, la de la última Cena, nos ofrece un profundo desafio, no sólo porque aquí se nos presenta al hombre que soporta la violencia y rehusa deshacerse de ella. Nuestra historia ofrece una imagen radicalmente diferente de lo que significa ser humano. Él nos ofrece su cuerpo. Esta es la nueva alianza, nuestro hogar y nuestra morada. El significado de las vidas no se da en la búsqueda del propio interés, sino en la acogida del don de comunión.
Creo que la mayoría de nosotros estaríamos de acuerdo - y se ha defendido con frecuencia - en que el reto del momento es romper la fascinación de lo que al fin es una imagen dolorosa y destructiva de lo que significa ser humanos: la de vernos como mónadas solitarias persiguiendo siempre nuestro propio provecho individual. Somos carne de la carne del otro, una comunión que encuentra la perfección en esa carne que Cristo da, su propio cuerpo. Lo que buscamos es radicalmente el bien común. El problema está en cómo hemos de romper la influencia de este falso mito de nuestra humanidad. ¿Qué hemos de hacer? Como señaló David Marquand en "La sociedad sin principios": "¿Cómo puede una sociedad fragmentada hacerse a sí misma un todo? ¿Cómo puede una cultura impregnada de un individualismo egoísta restaurar los vínculos de comunidad? Admito que el sentir común de casi doscientos años es el principal obstáculo para un ajuste fructífero tanto económico como político. ¿Cómo se puede redefinir el sentir común? (The Unprincipled Society: New Demands and Old Politics (Glasgow, 1988), p. 223.).
Creo que nuestro relato de la última Cena nos da unas cuantas claves. Después de todo es la historia de una comunidad que es profundamente desprendida, en la cual el hombre que está en el corazón de esa comunidad está a punto de ser traicionado y negado. Todos sus amigos escaparán en un momento. Es la historia del nacimiento de una comunidad que tira por tierra toda forma de alienación, traición, incluso la muerte. Nos ofrece esperanza.

2. Palabras

El acto central de Jesús es pronunciar una palabra. Dice algo: "Esto es mi cuerpo y os lo entrego". Pronuncia una palabra poderosa y transformadora. Las palabras no son tan importantes en Parque Jurásico. Hay muchos gruñidos y rugidos, el sonido de huesos que se quiebran, pero no se nos anima a hablar con un Tiranosaurus Rex. Un ruso o un chino podrían ver la película en inglés y no echar muchas cosas en falta. Esta diferencia es significativa. Una de las formas con las que construimos la sociedad humana y trascendemos la trampa del individualismo egoísta, es recuperando el respeto por las palabras, y su capacidad para formar y sostener la comunidad.
Somos humanos y nos pertenecemos unos a otros porque podemos hablar entre nosotros. Una sociedad en desintegración es aquella en la que se da el desprecio por las palabras. Cuando estuve en El Salvador visité la habitación donde fueron tiroteados los jesuitas en la Universidad. Los asesinos también dispararon contra sus libros. Se puede ver un ejemplar del Diccionario teológico del Nuevo Testamento de Kittel, abierto por la página del Espíritu Santo, el que nos enseñó a hablar en lenguas, atravesada por agujeros de bala. Pienso en la biblioteca de un sacerdote de Haití con todos los libros destruidos y rasgados; pienso en un pueblecito en la frontera entre Croacia y Serbia borrado del mapa, con los mismos cuerpos sacados de las tumbas y esparcidos alrededor, y en la iglesia el misal desgarrado y decorado con obscenidades. Lo que todos estos incidentes muestran es, por una parte, el odio a las palabras y, por otro, la fuerza que las mismas conllevan.
Cuando, durante mis viajes, aterrizo en Inglaterra para recuperarme del desfase horario y hacer la colada, no leo nada referente a que los parlamentarios irrumpan unos en las habitaciones de los otros rompiendo los libros de los oponentes. Sin embargo me da la impresión de que vivimos en una cultura en la que nos soltamos unos a otros palabras con poco contenido en lo tocante a sus consecuencias, igual que hacen los niños cuando juegan a indios y vaqueros, sin comprender que las pistolas que usan son reales. Es como si hubiéramos olvidado que hablar es un acto moral que exige la responsabilidad más profunda. No puedo menos de sorprenderme ante las cosas tan distintas que se decían del señor Smith antes y después de su muerte. ¿Se trataba sólo de palabras?
El libro del Génesis nos dice que la vocación de Adán fue llamar a las cosas por su propio nombre. Dios hizo a Adán para que le ayudara en la creación. Le mostró un león o un conejo y Adán les puso nombre. Sabía lo que eran las cosas y así ayudó a Dios a sacar del caos un mundo con sentido. Sus nombres no eran marcas arbitrarias pegadas sobre las cosas de forma que pudiera haber llamado liebre al conejo; los nombres participaban del poder de las palabras de Dios para traer a la existencia, para sacarlas a la luz. Hablar, usar palabras, es casi una vocación divina. Como Dios, el hablar nos da el poder de la vida o de la muerte.
La violencia de nuestra sociedad impregna el lenguaje que usamos. Vaclav Havel, el presidente de la República Checa, contrasta las palabras de Salman Rushdie con las de Jomeini: "palabras que iluminan a la sociedad con su libertad y sinceridad se contraponen a palabras que hipnotizan, engañan, inflaman, enloquecen, seducen, palabras hirientes, letales incluso. La palabra es como una flecha" (Citado en Independent, 9 de diciembre de 1989, p. 29.). George Steiner escribió: "En las palabras, como en la física de las partículas, hay materia y antimateria. Construcción y aniquilación. Padres e hijos, hombres y mujeres, cuando se dirigen unos a otros en el intercambio de palabras, están ante un riesgo definitivo. Una palabra puede mutilar una relación humana, puede poner en peligro la esperanza. Los cuchillos del habla producen cortes muy profundos. Con todo es el mismo instrumento, léxico, sintáctico, semántico, que usamos para hablar de la revelación, el éxtasis, el de la maravilla de comprender lo que es la comunión".
Una hermana dominica de Taiwan contaba de una chica que llevaba un niño a sus espaldas. Alguien le dijo: "Chiquilla, llevas una pesada carga". Ella le replicó: "No llevo una carga pesada. Llevo a mi hermano". Una palabra transformadora.
Los defensores de lo políticamente correcto están en lo cierto aunque la forma sea incorrecta. Han visto correctamente que importa mucho las palabras que yo uso, ya que mis palabras pueden ser puñales que matan a las personas. Ahora bien la comunidad humana no se cura simplemente por prohibirnos usar ciertas palabras. Como escribió Robert Hugues en "La cultura de la queja": "Queremos crear una especie de "Lourdes" lingüístico donde el mal y la desgracia se desvanezcan por la inmersión en las aguas del eufemismo". Destaca que no se vence el horror a la muerte disponiendo, tal como lo hacía el New England Journal of Medicine, que al referirse a un cadáver se debería decir una "persona no viva". Un cadáver grueso, señala, se convierte en "una persona no viviente de tamaño diferente". Los administradores de la Universidad de S. Francisco, en Santa Cruz, se equivocaron al creer que se podrían superar expresiones racistas, tales como "estoy negro" y "esto es un trabajo de chinos", con sólo admitir que en algunos contextos podían parecer racialmente despectivas.
Construimos comunión y sanamos heridas no por prohibir palabras desagradables, sino usando palabras que crean comunión, que dan la bienvenida al extraño, que anulan distancias. En el corazón de nuestro relato prototipo, la última Cena, se habla de un hombre que pronuncia palabras que dan origen a la comunidad: "esto es mi cuerpo y os lo entrego". Y si la doctrina de la Presencia Real, de estas palabras verdadera y profundamente transformadoras, parece estúpida y absurda a muchos de nuestros contemporáneos, seguramente es porque hemos olvidado qué poderosas son las palabras. Emily Dikinson escribió:
Podría el labio mortal presagiar
la carga no desvelada
de una sílaba confiada,
que la desintegrara en su peso.
Las palabras de Cristo en la consagración revelan algo a lo que todo lenguaje humano aspira, la gracia que perfecciona la naturaleza.
Cuando los monjes de la Edad Media huyeron hacia las costas occidentales de Irlanda, llevaban consigo los textos de los Evangelios que ellos copiaban, adornaban, volvían a copiar y veneraban. Fundaban comunidades que mantenían viva la veneración por estas palabras santas. Tal vez lo que nosotros estamos llamados a hacer es formar comunidades donde exista veneración por el lenguaje, por las palabras veraces, palabras que construyan comunidad. Si la iglesia ha de ser un lugar donde la gente pueda redescubrir el sentido profundo de lo que significa ser humano, ser eso que en nuestra más profunda identidad somos unos para otros, entonces debemos ser ante todo una comunidad en la que las palabras se usan con veneración y responsabilidad.
Eso quiere decir que tenemos que ser una comunidad de personas donde nos atrevemos a debatir, a discutir, a dialogar en la búsqueda de la verdad que nunca podemos dominar o amaestrar. Con frecuencia en nuestra querida Iglesia hay miedo al debate. No me refiero al desacuerdo. Hay mucho desacuerdo ruidoso. Me refiero a esa difícil batalla con el otro, en la cual ambos buscamos el mutuo esclarecimiento, esa apasionada disputa en la que uno lucha con los otros porque espera precisamente aprender de ellos. En la Suma, Sto. Tomás comienza siempre con las objeciones de sus oponentes no sólo para probar su error, sino para descubrir exactamente en qué tienen razón. Luchamos con el oponente como Jacob con el ángel para reclamar una bendición.
Esa especie de reverencia por la palabra que nosotros debemos aprender, si la Iglesia tiene que construir el hogar humano, implica humildad ante la verdad y ante la otra persona. Nuestras palabras, tanto en la Iglesia, como en nuestra sociedad, están con frecuencia cargadas de arrogancia. Una última cita de Havel: "Deberíamos luchar juntos contra las palabras altivas, estar alerta a todo germen solapado de arrogancia que tiene la apariencia de humildad. Este no es obviamente un trabajo de lingüística. La responsabilidad por las palabras y con las palabras es un trabajo intrínsecamente ético. Como tal está situado más allá del horizonte del mundo visible, en ese reino donde habita la Palabra que existió en el principio y que no es la palabra del hombre".

3. Perdón

Cuando nos reunimos el domingo para oír de nuevo nuestros relatos fundacionales, las poderosas palabras que oímos son las de perdón, las de sangre que es derramada para el perdón de los pecados. La palabra es una palabra que sana y absuelve. Sin embargo hay en nuestra cultura una profunda resistencia a la idea del perdón. Parte viene de la sospecha de que las personas que hablan sin cesar de perdón, especialmente los católicos, tienen probablemente una obsesión malsana de culpa. Habiendo sido educado por los benedictinos, hombres bondadosos, no es desde luego esa la clase de catolicismo en la que yo me inicié. Me pregunto de forma más radical si de hecho nuestra cultura no desconfía del perdón porque sospecha que el perdón puede que no sea una cosa muy buena. Pudiera ser que en el fondo nuestra cultura contemporánea mantenga la creencia de que, salvo en el sentido más privado y personal, el perdón fuese dañino e incluso peligroso. Si hubiera demasiado a nuestro alrededor la sociedad se derrumbaría. Como la mantequilla, el chocolate y esas otras cosas buenas, debería ser estrictamente racionado. Y sin embargo es algo central en nuestra fe.
Desde luego después de Dachau y Auschwitchz -también Spielberg realizó la Lista de Schindler - después de Dresden y Hiroshima, uno podría dudar de la idea de perdón como algo demasiado fácil. Como si tales horrores fuesen fáciles de olvidar. Sin embargo nuestra duda es aún más honda y podemos ver las claves en Parque Jurásico. En la jungla darwiniana no puede darse el perdón. La extinción es la consecuencia necesaria de la debilidad y el fallo. Y es bueno que suceda esto, ya que de otra manera no habría evolución. Nosotros, seres humanos, somos el resultado de un proceso despiadado que elimina imnumerables especies ya que fueron incapaces de adaptarse, pero así llega hasta nosotros. Lo que es creativo de nuestra humanidad es una historia implacable. En Parque Jurásico estos dinosaurios son rescatados de la muerte y enseguida descubrimos que ese es un gran error. Deberíamos haber dejado su ADN incrustado en las gotas de ámbar.
Es verdad que no puedo alegar ninguna pericia en economía. Cuando se explicaban las cuentas en inglés, no me resultaba difícil perderme. Ahora que las explicaciones se hacen en italiano, la oscuridad es total. Sospecho, sin embargo, que la imagen de supervivencia de los más preparados funciona de un modo implacablemente semejante en mucho de la política y economía contemporáneas y que una de las funciones del gobierno es precisamente la de retirar todo lo que resguarda y protege a las industrias débiles o desadaptadas. Aquí no hay lugar para la misericordia. Los débiles deberían perecer ya que la piedad es un sentimiento peligroso. Sé que esto es una simplificación excesiva: nosotros creemos en las redes de seguridad y soñamos con el mercado social y con la benevolencia del capitalismo; y, sin embargo, eso toca algún profundo instinto de nuestra sensibilidad contemporánea.
Esa falta de piedad parece penetrar profundamente nuestra cultura. Una de las alegrías de mi existencia errante -sesenta países desde Julio de 1992 y espero que mi hermano mayor no haya olvidado que me prometió unas vacaciones gratis después de los cincuenta primeros-, es, aparte de leer The Tablet, toparme con algún periódico inglés. Tal vez atrasado de varias semanas, pero caigo sobre él como un hambriento. Y, sin embargo, es deprimente lo poco que hablan de denuncia y acusación. El modelo imperante en el acercamiento a la verdad es el de la revelación, el de airear las faltas de alguien. Es indudable que todo esto se dice hacerlo en nombre de la moralidad, de volver a la base. Sin embargo uno debe preguntarse: ¿Qué es realmente lo que se expone? ¿Qué es lo que se descubre y revela? La verdad de otro ser humano, con todos sus vicios y virtudes, bondad y maldad, solamente se puede alcanzar con una paciente atención. Hay que escuchar con verdadero mimo, y dejar al otro que se muestre a sí mismo. La verdad no se ofrece como desenmascaramiento, sino en un momento de revelación. Necesita ternura, no denuncia. La mirada verdadera es siempre una mirada compasiva, incluso una mirada amorosa, ya que, como nos enseña Sto. Tomás, la verdad y la belleza son la misma cosa. El periodista con una primicia me recuerda a Pompeyo cuando toma por asalto el templo de Jerusalén, y exige ver lo que se hallaba escondido detrás del velo del Sancta Sanctorum. Cuando fue rasgado exclama: "¡Pero no hay nada, nada en absoluto!". No había nada que él pudiera ver.
El perdón de la última Cena no es fundamentalmente olvidar. No nos tranquiliza diciendo que nuestro Dios desea pasar por alto nuestras faltas, mirar hacia otro lado. Es un acto profundamente creativo de sanación. El perdón, en nuestra tradición, es ese momento totalmente creador en el que Jesús es rescatado de la muerte. No es el que nos capacita para olvidar. Hace posible el recuerdo. Es el misterio del Dios siempre fecundo que, en la imagen medieval, hizo que la madera muerta de la cruz se cubriera de flores, y puede hacer que nuestras vidas muertas florezcan. Estas dos historias, el Parque Jurásico y la última Cena, difieren profundamente en su percepción de la creatividad. En una los humanos son creados a través de un proceso despiadado que destruye al débil; en la otra se trata de una palabra que sana y redime y nos lleva a la plenitud.
Los héroes de Parque Jurásico son los dinosaurios. Son, por supuesto, las víctimas, los que fueron condenados por el proceso evolutivo. Y son los héroes indicados de nuestra cultura en la que la víctima con frecuencia tiene status de héroe. Y el hambre y la amargura de la víctima, el abuso o la vejación, o la injusticia, seguramente derivan del sentimiento de que nada se puede hacer para curar el daño, que ellos o nosotros estamos condenados a llevar nuestras heridas para siempre, a ser víctimas. Mencionar, incluso, la posibilidad del perdón sería trivializar el dolor e intensificar la rabia. Todo lo que se puede hacer es echar fuera al culpable. Seguramente sólo la fe en un Dios absolutamente fecundo, que hizo todo de la nada y resucitó a Jesús de entre los muertos, puede darnos la fuerza para pensar en aquellos a quienes hemos herido o que nos han hecho sufrir, y esperar el perdón.
En la última Cena el perdón no es sólo una absolución privada sino el nacimiento de una comunidad. No es sólo el ofrecimiento de una paz personal interior, sino la paz que nosotros vivimos juntos. Así era como se veía en Europa, cuando el sacramento de la reconciliación era el sacramento en que la comunidad era curada, un acontecimiento público hasta después del Concilio de Trento cuando se inventaron los confesionarios.
Uno de los ejemplos más conmovedores que vi de este perdón compartido tuvo lugar en Burundi el año pasado; durante las masacres. Los conflictos entre tutsis y hutus que han diezmado Ruanda este año ya había comenzado en Burundi. Nuestros hermanos pertenecían a ambos grupos étnicos y entre ellos todos habían perdido miembros de sus respectivas familias. Fue un momento de un dolor intenso para estos hermanos nuestros. ¿Cómo podíamos sostener y edificar una comunidad religiosa en la que enemigos tradicionales vivían juntos? Esta era nuestra prioridad más inmediata. Yo recorrí el país con el Asistente del Consejo General para África, que es hutu, y el superior local que es tutsi. No vimos más que bandas ocasionales de hombres armados buscando a sus enemigos. Visitamos campos de refugiados y encontramos a las familias de nuestros hermanos y hermanas. Era muy importante que estos aceptaran a los hermanos de los dos bandos, tutsis y hutus juntos. Fue el primer gesto de reconciliación y de mutuo perdón. Luego, antes de que yo abandonara la capital, Bujumburu, nos sentamos e intentamos hablar. Más que palabras de denuncia o acusaciones, cada uno tenía que escuchar, oír lo que el otro había sufrido, de forma que él pudiera seguir siendo un hermano y no se convirtiera en un extraño. Fue, tal vez, el momento más extraordinario de escucha que jamás he visto, de ofrecimiento de una escucha acogedora a aquél que parecía hablar desde otro mundo. Aquí el perdón no es amnesia sino el don imposible de la comunión.

4. Fatalismo

El último contraste que me gustaría establecer entre Parque Jurásico y la última Cena está profundamente conectado con la posibilidad del perdón. Se trata de la diferente forma de entender la libertad que ambos proporcionan. Parque Jurásico es una especie de parábola, como la historia de Frankestein, sobre el fracaso de nuestra cultura científica para vivir de acuerdo con su sueño de control de la libertad. En el libro esto se hace explícito cuando la sala de control del parque deja de funcionar y, por ello, todos los dinosaurios pueden escapar. Al pararse durante un momento de reflexión, cuando el caos está a punto de arrollarlos, el héroe dice: "Desde Newton y Descartes, la ciencia nos ha ofrecido explícitamente la visión del control total. La ciencia ha afirmado su poder para controlar finalmente todo, a través de su comprensión de las leyes naturales, pero en el siglo veinte esa afirmación ha sido hecha añicos sin posibilidad de reconstrucción" (Michael CRICHTON, Jurassic Park, p. 313). Al final, la única libertad que queda a nuestros héroes es la libertad de huir, de escapar de la confusión que ellos han producido. También se puede leer como una forma de provocar la expectación para ver Parque Jurásico 2. Es la libertad de no pertenecer, libertad final de nuestro moderno ser humano, ese ser aislado y solitario para quien pertenecer es estar atrapado.
Cosas maravillosas han tenido lugar estos últimos años, se han alcanzado libertades inesperadas. Hemos visto la caída del muro de Berlín, la elección de Nelson Mandela como presidente de África del Sur. Puede que estemos en el camino de la paz en Oriente Medio. Sin embargo, a pesar de todo esto, a veces nos tienta un triste fatalismo, un sentimiento de que nada de lo que hacemos puede en realidad afrontar y vencer la pobreza creciente, la crueldad y la muerte. Es lo que Havel llama "la incapacidad general de la humanidad moderna para ser dueña de su propia situación". Quizá ese sentido de fatalismo no sea sólo debido al fracaso de la ciencia para ofrecer todas las respuestas. En The culture of Contentment, el economista americano John Kenneth Galbraith afirma que este fatalismo está implícito de hecho en nuestro sistema económico, que nuestra política está profundamente influida, a lo largo de doscientos años más o menos, por la filosofía del "dejar hacer" ("laissez faire", por tanto probablemente sea culpa de los franceses). Sostiene que cualquier interferencia en el mercado tendrá un efecto nocivo. Debemos permitir que el mercado trabaje según sus principios y al final todo funcionará bien. "La vida económica tiene en sí misma la capacidad para resolver sus propios problemas y para que todo funcione bien al finaJ” (The culture of Contentment (Londres, 1992), 79.) . Es la filosofía que nos lleva a todos a pensar a corto plazo, ya que, como dijo Keynes, "a largo plazo todos estaremos muertos".
La última Cena ofrece precisamente la libertad haciendo frente a la muerte, esa perspectiva de largo o corto plazo. Nos presenta el recuerdo de un hombre enfrentado a la muerte. Es necesario - palabra clave en el Evangelio de Marcos - que el Hijo del Hombre sea entregado para sufrir y morir. Es su destino. Y sin embargo a pesar de la destrucción, la noche antes de ser entregado, él lleva a cabo un acto de loca libertad. Toma su sufrimiento y su muerte, agarra su destino y hace de él un don. Esto es mi cuerpo y os lo entrego. El destino se transforma en libertad. Y la forma que escoge es totalmente contraria a la de Parque Jurásico. Es precisamente negándose a huir de los discípulos que lo traicionarán y lo negarán. Se pone él mismo en sus propias manos. Les deja hacer lo que quieran con él. Es esta una libertad diferente de la de los héroes de Parque Jurásico huyendo del caos de los furiosos dinosaurios. Es la libertad de pertenecer. Es la libertad más profunda que tenemos ya que somos, más allá de lo que estemos tentados a pensar, carne de la carne de nuestro hermano y no podemos prosperar solos. La libertad de huir de ello es alejarnos de lo que es más propio de nuestra naturaleza.
Si fuerais a preguntarme por lo más importante que yo he aprendido a lo largo de estos dos años como Maestro de la Orden, saltando de aeropuerto en aeropuerto, os diría que he aprendido un poquitín de lo que podría implicar la libertad de pertenecer. He visto a tantas personas, hombres y mujeres, con frecuencia miembros de órdenes religiosas, pero también laicos, que se han atrevido a agarrar esa libertad de pertenecer, de entregar sus vidas, a hacer de sus vidas un don. He aprendido un poco más lo que quiere decir celebrar la Eucaristía.
Acabo de regresar de Argelia donde nuestros hermanos han decidido quedarse, a pesar de las amenazas de muerte de los fundamentalistas islámicos, como signo de esperanza y de comunión futura. Para ellos cada Eucaristía se celebra haciendo frente a la muerte.
Recuerdo un día en el norte de Ruanda, en la zona de guerra antes de los problemas actuales. Había visitado el campo de refugiados con 30.000 personas, había visto mujeres intentando alimentar a sus hijos que ya habían rechazado el comer puesto que no tenían ánimo para seguir viviendo. Había visitado el hospital atendido por las hermanas y había visto sala tras sala con niños y jóvenes cuyos miembros habían sido amputados. Recuerdo un niño de ocho o nueve años con ambas piernas cortadas, sin un brazo y sin un ojo, con su padre llorando, sentado junto a su cama. Volvimos a la casa de las hermanas. No había nada que decir. No podíamos encontrar palabra alguna. Pero pudimos celebrar la Eucaristía, pudimos recordar la última cena. Fue lo único que pudimos hacer y lo que dio ánimos a aquellas hermanas para seguir, para pertenecer.
Para finalizar, ¿cómo romper el asidero, el embelesamiento de la imagen de ser humano que mantiene cautiva a nuestra cultura? ¿Cómo vamos a liberarnos de este mito reciente de que somos realmente seres solitarios, persiguiendo cada uno su propio provecho en una competición feroz? ¿Cómo podemos, como señaló Marquand, redefinir el sentir común de los doscientos años pasados y descubrir que somos hermanos y hermanas, hijos de un único Dios, y hermanos de Cristo que comparten la misma carne y no pueden encontrar satisfacción solos? La verdad más honda de nuestra naturaleza humana no es que somos avariciosos o egoístas, sino que tenemos hambre y sed de Dios y en Dios nos encontraremos unos a otros. Alasdair McIntyre sugiere que deberíamos seguir el ejemplo de nuestros antepasados en la Edad Media y formar comunidades locales "dentro de las cuales la vida moral pudiera ser sostenida para que tanto la moralidad como la cortesía pudieran sobrevivir a los tiempos de barbarie y oscuridad que están por llegar" (After Virtue (Londres, 1981), 244.).
Ciertamente una de las formas a través de las cuales podremos testimoniar lo que significa ser humano es juntarnos en pequeñas comunidades locales y reactualizar esta historia de la Última Cena con su misterio de libertad y perdón. En Inglaterra llaman a estas pequeñas comunidades parroquias. En el mundo toman formas diferentes. Deberían ser comunidades donde nos alimentáramos en el conocimiento de que el bien que buscamos no es nuestra propia satisfacción personal sino el bien común. Pero no deberían ser pequeños grupos interesados sólo en sí mismos, celebrando sus propia camaradería. Personalmente no podría soportar tal cosa. Aquí deberíamos alentar un sentido más amplio de pertenencia, gustar nuestra comunión con todos los demás hermanos, los santos y los pecadores, y el vivir y el morir.


Sobre el autor

Blog del departamento de Teología del Istic

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